por
Wilberto Cantón
PERSONAJES, POR ORDEN DE APARICIÓN
Clara
Laura
Carlos
Don Justo
Luisito
Criado
Coronel Páez
Octavio
Capitán Aguirre
PRIMER ACTO
Primer cuadro: el I° de mayo de 1913, a las siete de la noche.
Segundo cuadro: el 30 de enero de 1914, por la noche.
SEGUNDO ACTO
Primer cuadro: el 7 de noviembre de 1914, a las ocho de la noche.
Segundo cuadro: el día siguiente, por la mañana.
Los últimos años del siglo XIX y los primeros del XX vieron crecer, en la Ciudad de México, un barriouna "colonia," como aquí dicerepresentativa de la nueva burguesía, con pretensiones de aristocracia, que surgía al amparo del gobierno "porfirista": la colonia Juárez, imitación rastacuera y pintoresca de un "quartier" de París.
En los días que vivimos, esta zona ha perdido ya su carácter residencial; su paz fue destruida por la invasión del comercio elegante y su unidad arquitectónica por la construcción de numerosos edificios de arquitectura "funcional" que aprovechan, elevándose en altura, el creciente encarecimiento del terreno.
Pero en la época en que se desarrolla la acción de esta pieza (1913-1914), la colonia Juárez estaba en plena lozanía, sus casas (techos altos, ventanas esbeltas, fachadas de cuidadosa ornamentación rematadas por la típica, negruzca buhardilla parisién que esperaba en vano la nieve que nunca caía del clemente cielo); sus calles, que ya tenían hilos telefónicos y eran cruzadas ya por automóviles; su situación relativamente alejada del centro de una ciudad todavía pequeña y con aire provinciano, reverso de la brillante medalla que hoy relumbra orgullosa con sus seis millones de habitantes, sus larguísimas avenidas, sus viaductos, sus pasos a desnivel, sus jardines y sus fuentes; todo en ella hablaba de la riqueza de sus moradores y del "progreso" habido en treinta años de paz, progreso superficial y ficticio del que se beneficiaban unos cuantos privilegiados, cuya ilusión caería por tierra cuando la Revolución mostró la verdad de un pueblo oprimido, hambriento y colérico.
En la colonia Juárezdonde hasta la mexicanidad del apellido que ostenta fue traicionada al bautizar sus calles con nombres europeos: París, Havre, Berlín, Sevilla, Lisboa, etc.estaba el "chalet" que construyó don Justo Alvarez del Prado, próspero abogado a quien recurrían nacionales y extranjeros cuando traían entre manos algún asunto que requiriera"influencias."
Don Justo tenía las mejores relaciones; las puertas de los palacios más estrictos se le abrían y en no pocas oficinas encumbradas tenía derecho de picaporte. Su fortuna nació y creció a la sombra protectora de don Porfirio, de quien se rumoreaba que no sólo era amigo sino pariente y hasta consejero; pero su despacho no decayó durante el "maderismo"; no sufrió en sus negocios reveses ni en sus bienes mengua.
Al llegar al poder el general Victoriano Huertadespués de los asesinatos de Madero y Pino Suárezfue llamado a ocupar una cartera en el Gabinete Presidencial, en recompensa a los buenos oficios que realizó para el entendimiento secreto entre aquél y Félix Díaz, en los aciagos días de la Decena Trágica.
Lo que el espectador ve de la casa de don Justo es un salón interior muy amplio, alto de techos, las paredes tapizadas con papel de tonos sombríos, un gran arco al fondo comunica con un pasillo que a su vez tiene salida a la terraza (por el fondo también), al vestíbulo (por la izquierda). En primer término, a izquierda y derecha, sendas puertas.
Los muebles, de caoba y brocado, son los de rigor: sofá, sillones, sillas, jugueteros llenos de finas porcelanas; sobre una mesita hay un teléfono; en las paredes, retratos de familia, copias de cuadros académicos y un espejo en cuyo marco sonríen angelotes dorados. Al centro de la habitación cuelga un gran candil de prismas. En la ventana y en las puertas, cortinas de terciopelo.
Izquierda y derecha, las del espectador.
PRIMER ACTO
PRIMER CUADRO
Son las siete de la noche del día 1° de mayo de 1913. Las últimas luces del crepúsculo entran por la ventana abierta e iluminan a Clara y a Laura, su hija; la primera, que está hablando por teléfono, es una dama fina, elegante, que luce con muy buen porte sus cuarenta y tantos años; la segunda, una muchacha que openas llegará a los veinte y tiene en toda su frescura juvenil la belleza que en la madre comienza a marchitarse.
Clara. (Muy nerviosa, en el teléfono.) ¡Ah, no lo ha visto!...Desde las ocho... De la mañana, por supuesto...Sí, sí... No es que me preocupe demasiado, pero usted comprenderá que... Gracias... Muchas gracias... Sí... Sí... Le quedo muy agradecida. Adiós. (Cuelga. Casi para sí misma, murmura.) No sabe nada. (A Laura.) Vuelve a llamar a tu padre, por favor.
Laura. Pero, mamá, ¿otra vez?
Clara. Tal vez ha sabido algo.
Laura. Será ya la sexta vez, mamá.
Clara. (Imperiosa.) No importa. Llámalo.
Laura. Como quieres (en el telefono) L-7-19, señorita (A Clara.) Pensará que estamos locas. (Al teléfono.) ¿Bueno? Sí. ¿Está el señor Ministro?... De parte de su hija... ¿Como?... Muchas gracias. (Cuelga.) Acaba de salir.
Clara. Tal vez venga para acá.
Laura. Ojalá.
Clara. ¿Sabes qué se me ocurre?
Laura. ¿Otra llamada?
Clara. La señora Calderón.
Laura. Pero, mamá, si esa pobre mujer vive como en otro mundo desde que mataron a su marido en la Ciudadela.
Clara. ¿Y eso qué? Puede saber algo, pueden haberle contado... (Está ya en el teléfono.) X-7-23, señorita.
Laura. ¿Pero quién?
Clara. Cualquiera. Como tiene teléfono... No sé por qué no todos ponen teléfonos en sus casas...
Laura. Tal vez para no recibir llamados como ésta.
Clara. (Al teléfono.) ¿Bueno? ¿La casa de la señora Calderón?... ¿Está ella? De parte de la señora Alvarez del Prado... Gracias... (A Laura.) Ya estaba acostada. Van a llamarla.
Laura. ¡La pobre!
Clara. ¡Acostarse a esta hora!... ¿Bueno? ¿La señora Calderón?... No se asuste, señora. Habla la señora Alvarez del Prado... Pues sí, mucho tiempo... Perdone que la llame tan intempestivamente, pero pienso que tal vez pueda ayudarme. Verá usted: en los escándalos de hoy en la mañana... ¿Cómo? (A Laura.) No se enteró de nada.
Laura. Por supuesto.
Clara. (Al telefono.) Fue una manifestación organizada por la Casa del Obrero Mundial... ¿Motivo? ¿Acaso necesitan motivos para alborotar? Que poque hoy es primero de mayo... Aniversario de que mataron a no sé qué obreros en Estados Unidos... Claro que no tiene nada que ver, pero ellos organizaron una manifestación y la policiá llegó a disolverla y se armó la de Dios es Cristo... Bueno, pues desde la mañana desapareció mi hijo, el más chico... No; ése es Carlos; el chico se llama Luis...(Alzando los ojos al cielo en señal de aburrimiento.) ¡Ya tiene nueve años!... Por supuesto que no estaba en la manifestación; salió para la escuela y... (Furiosa.) Pero, señora, por favor, déjeme hablar... (Se controla.) Disculpe, disculpe... Le decía que Luisito salió de casa desde las ocho de la mañana y hasta ahora no ha vuelto... Claro que no sé dónde pueda haber ido. Temo que le haya pasado algo y pensé que tal vez usted... No, no sabe nada... Bueno... Un Rosario y dos Magníficas... se lo agradezco mucho... Sí, no saldré de casa. Gracias... (Cuelga.) No es posible que haya desaparecido. Alguien tiene que saber su paradero.
Laura. Pues sí; pero hay que esperar un poco. Procura calmarte.
Clara. ¡Calmarme! Cuando te cases y tengas un hijo, verás lo que siente en un caso así.
Laura. ¡Cuando me case! Quien sabe cuántos años falta para eso.
Clara. ¿Por qué años? Falta nada más que te decidas.
Laura. ¿A casasrme con Milito Carral?
Clara. Naturalmente.
Laura. No, gracias. Prefiero quedame solterona.
Clara. Bueno, eso es cosa tuya. Porque lo que es con ese muchacho... ¿Como se llama?... Octavio, no vas a poder casarte.
Laura. Pero, ¿por qué?
Clara. Ay, mira, bastantes preocupaciones tengo hoy para que vuelvas a hablarme de ese asunto.
Laura. Nunca, ni tú ni papá, han podido darme una razón válida para prohibir a Octavio visitarnos.
Clara. A tu papá no le gusta para ti.
Laura. Pero, ¿qué razón puede dar para eso? Si fuera un tarambana, un jugador, un borracho, si tuviera algo que reprocharle, me explicaría que papá no lo aceptara. Pero si es un muchacho honrado, trabajador, con un título, ¿por qué me prohibe verlo?
Clara. Hay la cuestión política.
Laura. ¿Cuál?
Clara. Ese muchacho fue maderista y ahora anda metido con los enemilfos del Gobierno. Tu padre no quiere que su yerno sea un anarquista.
Laura. ¡Anarquista!
Clara. Y hay también la cuestión social.
Laura. ¿Cuál?
Clara. Es preferible. De veras. Cualquiera puede decírtelo. Milito Carral es in joven muy buen educado, habla varios idiomas, ha estado en Europa, y adémas su familia es de lo mejor de México y te aseguro que te tendrían como una princesa, porque son riqísimos.
Laura. Pues to no voy a venderme por su familia y sus riquezas.
Clara. ¿Qué dices?
Laura. Que no me casaré con él.
Clara. ¿Y si tu padre te lo ordena?
Laura. Mamá, tengo veinte años. No puedo obedecer con los ojos cerrados cuando se trata se lo más importamte para mí.
Clara. Aunque tuvieras cincuenta, tienes que obedecer a tu padre.
Laura. ¿Aunque me condene a ser infeliz toda la vida?
Clara. ¿Acaso crees que tú sola puedes hallar la fellicidad sin la guiá de tus padres?
Laura. Tla vez sí.
Clara. ¡Cállate, Laura! Ya sabes que en esta casa no aceptamos ideas modernas. Nosotros estamos chapados a la antigua. Por eso tus hermanos y tú tienen que portarse como Dios manda.
Larua. Estamos en 1913, mamá. Los tiempos cambian.
Clara. ¡Ahora sales con eso! Cambian, sí, para empeorar; y luego es necesario volver a lo bueno, a lo eterno, al orden. Ya ves la locura que vivimos en los dos años de maderismo. Desde que se fue don Porfirio¡Dios lo bendiga!no hemos tenido más que disgustos y escándalos, problemas, dificultades... Y no lo digo por nosotros que bastante bien librados salimos, gracias a la posición de tu padre, sino por todos, por el país entero. Y para rematar, aquellos días de batalla en plena ciudad de México. ¿Cuándo se había visto? Cañonazos sobre las casas de familia, las gentes pacificas que mueren como moscas, duelo en quién sabe cuántos hogares y hambre en todos, porque ni siquiera podía comprarse de comer. ¡El acabóse! Gracías a Dios que ya tenemos un gobierno fuerte y pronto han de volver los buenos tiempos.
Laura. Pues ya ves el día de hoy.
Clara. Sí, claro. Los agitadores no cesan de molestar. Pero pronto van a meterlos en cintura a todos, ya lo verás.
Por la puerta del vertíbulo Carlos, muchacho
de 18 años. Se le ve cansado, la ropa y el pelo
en desorden.
Clara. (Al verlo.) ¡Por fin regresas! ¿Supiste algo?
Carlos. (Entrando.) Nada.
Clara. Traes una cara. ...
Carlos. ¿Crees que ha sido agradable recorrer la ciudad, los hospitales, las comisarías, preguntando por el niño desaparecido?
Clara. Había que hacerlo.
Carlos. Tal vez. Pero fue inútil.
Laura. ¿Viste a Octavio?
Carlos. Sí, estuve en su casa.
Laura. ¿Está bueb?
Carlos. Uno que otro golpe sin importancia.
Laura. Menos mal.
Clara. Que no vaya a saber tu papá que fuiste a casa de ese muchacho, porque no va a gustarle nada. ¿No había visto él a Luisito?
Carlos. Ay, mamá, ¿dónde iba él a verlo?
Clara. No sé. En la calle....
Carlos. No, no lo había visto.
Clara. Bueno, si no respiro un poco de aire, creo que voy a estallar. ¡Con este calor!
Laura. (A Clara.) ¿Quieres comer algo?
Clara. No, gracias.
Laura. No has probado bocado en todo el día. Una taza de té.
Clara. Nada, de veras...(Sale a la terraza.)
Laura. Ahora dime qué pasa.
Carlos. ¿De qué?
Laura. Leo en tu cara que algo malo pasa. Se trata de Octavio.
Carlos. No, él está bien. De veras.
Laura. ¿Entonces?
Carlos. Laura, ha llegado el momento en que nosotros también hagamos algo.
Laura. ¿Qué quieres decir?
Carlos. Hasta ahora hemos dejado que nuestros compañeros lo hagan todo; tú y yo, aunque creamos en los mismo que ellos, no hemos podido actuar.
Larua. Por papá. Sería terrible para él si supiera...
Carlos. ¿Que nosotros no pensamos como él?
Laura. Sí.
Carlos. En estos momentos, Laura, se está jugando el porvenir de México, que es también nuestro futuro. Y hasta la vida de nuestros compañeros. No podemos quedarnos con los brazos cruzados.
Laura. ¿La vida de nuestros compañeros?
Carlos. Esta mañana, cuando la policía llegó a disolver la manifestación, arrestaron a muchos, entre ellos a doce estudiantes.
Larua. ¿De Leyes?
Carlos. La mayoría.
Laura. ¿Sabes sus nombres?
Carlos. No de todos; pero entre ellos están Jorge, Horacio y Diana.
Laura. ¿Diana? ¡Dios mío!
Carlos. Tenemos que hablar con papá, Larua.
Laura. Sería una locura.
Carlos. Es necesario, Sólo él puede ayudarlos.
Laura. ¿Tú crees que acceda?
Carlos, Sí, lo creo.
Laura. Nunca nos ha permitido hablar de política.
Carlos. Esta será la primera vez.
Laura. Además, tú sabes...lo que cuentan de él...
Carlos. ¿Eso de sus...crímenes?
Laura. Sí. ¿Tú lo crees?
Carlos. No. Si no pensara que en su corazón hay generosidad, nobleza, no podría quererlo. Nunca viviría bajo el techo de un asesino.
Laura. Sin embargo, aunque en el fondo sea bueno, como tú dices, pertenece al gobierno de Huerta y no puede ignorar lo que pasa.
Carlos. Esta noche lo sabremos.
Laura. ¿Te atreverás?
Carlos. El creyó, como nosotros, en su pueblo; quiso verlo libre de la pobreza, del miedo y de la desdicha. Estos últimos años tal vez lo hayan hechi equivocarse. El poder ciega y engaña. Pero si encontramos las palabras que despierten lo que hay dormido en su corazón, llegaremos de veras a ser sus hijos, no sólo por la sangre, sino por los ideales, por el espíritu.
Laura. ¿No será para eso...demasiado tarde?
Carlos. No, Laura; nunca es tarde para abrir los ojos a la verdad. El no puede permitir que se vierta sangre inocente y que doce muchachos muetan por buscar la justicia y la libertad.
Clara. (Que entra por la terraza.) Me pareció oír un coche. Creo que es su papá.
Casi simultáneamente, se oye en el vestíbulo la voz de Don Justo.
Don Justo. (Su voz.) Estén listos en una hora. Tal vez tenga que volver a salir. Entra con Luisito, a quien empuja cariñosamente. Don Justo es un hombre de unos cincuenta años, lleno de fuerza y vigor. Todo en su porte y en sus ademanes revela energía, decisión. Viste con extrema pulcritud y cuidado. Luisito, el menor de la familia, tiene nueve años y lleva aún la ropa y los libros con los que salió de casa por la mañana, para ir a la escuela. Don Justo. (A Clara.) Aquí tienes al delincuente.
Clara. (Que tensa e inmóvil esperaba, cuando ve a Luisito que avanza tímidamente hacia ella, corre y se arrodilla para abrazarlo.) ¡Hijo! (Lo estrecha, sollozante.)
Don Justo. (que se une al grupo y le acaricia a ella los cabellos.) Vamos, vamos, no es para tanto. Ya ves que no le pasó nada. Ni un resguño siguiera. Te lo traigo sano y salvo. (Va hacia sus otros dos hijos.) ¿Y que pasó? ¿No decías que cuando lo vieras ibas a imponerle quién sabe qué terribles castigos?
Clara. (Que se separa un poco de Luisito y lo toma por los brazos, lo sacude un poco y le habla con indignación.) ¿Dónde pasaste todo el día? (Pequeña pausa.) Pues voy a hacerte hablar, aunque sea por la fuerza.
Don Justo. (Sereno, pero enérgico.) Clara, no quiero que lo castigues.
Clara. (Irónica.) ¿No? Tal vez merezca un premio, entonces.
Carlos. Mamá, no hagas una tragedia de algo que no tiene importancia.
Clara. Ah, porque para ti no tiene importancia.
Don Justo. Por supuesto que no la tiene. (Explica a sus hijos.) Las monjas decidieron suspender las clases en vista de los deórdenes y a Luisito se le ocurrió ir a Tacubaya a casa de su amigo Beto.
Clara. Sin permiso.
Don Justo. Pero si es una hora de camino. Lo malo es que se fueron al campo y les agarró una lluvia que los obligó a refugiarse en una casa de donde no pudieron salir en varias horas. Por eso tardó tanto en volver.
Clara. Podría haber avisado por teléfono.
Don Justo. ¿Desde Tacubaya? Si no tuviera nueve años, seguramente lo habría hecho.
Clara. Entonces te parece muy bien que se vaya de la casa sin pedir permiso.
Don Justo. No, pero... Cuando fue a verme a la oficina, para pedirme perdón, estaba bañado en lágrimas. Creo que su atrepentimiento es sincero.
Clara. ¿Y por qué fue a tu oficina, en vez de volver directamenta a casa?
Laura. El Ministerio está frente a la parada de los tranvías, mamá.
Don Justo. Andemás, temlbava ante la idea de enfrentarse contigo.
Clara. (Herida, pero sin enojo tiernamente.) ¿Me tienes miedo, Luisito?
Luisito. (Asienta, con la cabeza.)
Clara. (Percatándose del error de su conducta, a don Justo.) Creo que... Bueno, ya pasó todo. Y por suerte está bien el niño, que es lo que importa.
Don Justo. Pero mujer, ¿cómo pensaste que pudiera pasarle algo? ¿Desconfiabas de Dios?
Clara. No, al contrario. Me he pasado el día encomendándolo a El.
Don Justo. Parece que n o tuviera de bastante, Clara. ¿Acaso Dios podría permitir que le ocurriese alguna desracia?
Clara. Es que estuve tan nerviosa todo el día.
Carlos. Más que nunca, te lo aseguro.
Don Justo. (Enfrentándose a Luisito.) Bueno, joven, ¿está usted arrepentido de su conducta?
Luisito. Sí, papá.
Don Justo. ¿Y no volverás a ir sin permiso a ninguna parte?
Luisito. No, papá.
Don Justo. (A Clara.) Oues llévetelo arriba para que se arregle un poco, que bueno falta la hace, y ordenaque nos preparen algo de cenar, porque los dos estamos muriéndonos de hambre.
Clara. (A Luisito.) Vamos, paseador. (A don Justo.) Perdona la escena.
Don Justo. ¿Será la última?
Clara. Te lo prometo.
Salen ella y Luisito, por el fondo izquierda. Una pausa. Don Justo pasea preocupado. Los muchachos no se deciden a hablar.
Don Justo. Es extraño lo que pasa con los hijos. Los hacemos el objeto de nuestra vida, el fin de todos nuestros esfuerzos. Y de pronto en un instante, descubrimos que en algunaforma lo hemos defraudado, ofendido. Y se levantan frente a nosotros, nos juzganm nos condenan. Parecen volverse nuestros enemigos. No hay defensa posible: algo profundo se ha roto, el nuevoser que creamos y cuidanos reclama su vida propiam que ha de ser la negación de la nuestra. Y entonces nos preguntamos: ¿cuál fue la ofensa? Y tal vez llegamos a morir sin tener una respuesta. (Pequeña pausa.) ¿Ustedes saben que motivos puede tener Luisito para fugarse de la cssa?
Carlos. ¿Para fugarse de la casa?
Don Justo. Sí.
Laura. Entonces lo que dijiste a mamá...
Don Justo. Una hi toria para tranquilizarla, una mentira piadosa. Sufriría mucho si supiera la verdad.
Laura. pero, ¿estás seguro?
Don Justo. no hubo tal paseo a Tacuaya. La policía lo encontró en la estación. Hacía mandados a los viajeros para juntar sinero y comrar un pasaje.
Laura. Qué extraño.
Carlos. Nunca he sospechado en él ningún disgusto, ninguna razón para fugarse.
Don Justo. Bueno, puede haber sido tan sólo novelería, afán de aventuras. Será mejor creerlo así. Pero debemos vigilarlo, ayudarlo si tiene algún problema. Sobre todo ustedes, que son jóvenes y pueden inspirarle más confianza. ¿Me lo prometen?
Laura. Sí, papá. Yo hablaré con él.
Don Justo. Gracias, Laura. Cuento contigogo.
Carlos. Y conmigo también, papá.
Don Justo. Claro, hijo. Contigo también. Con los dos. (Los abraza simulténeamente.) ¡Mis hijos grandes! ¡Los pilares de mi casa! Seré siempre fuerte, si les tengo a ustedes. (Los suelta.) Afuera está el mundo, con sus problemas, con sus miserias, con sus desengaños, sus envidias, sus fracasos...Y aquí, tras las cuatro paredes deesta casa, lo eterno, lo que no cambia, lo que tengo la suerte de poseer para siempre: mi familia, de cariño de mis hijos. Gracias, Laura; gracias, Carlos. A estedes, a su presencia, a su compañía, debo toda la felicidad que tengo en este mundo. (Transición.) Bueno, y voy a ver si ya está lista la cena, porque con las angustias de este día me estoy poniendo sentimental. (Va a salir.)
Carlos. (Después de cambiar una mirada angustiosa con Laura.) ¡Papá!
Don Justo. ¿Sí, hijo?
Carlos. Papá, necesitamos hablar contigo.
Don Justo. ¿Ustedes?
Carlos. Sí.
Don Justo. (Regresa, sorprendido.) Bueno, Dime.
Carlos. Papá, queremos pedirte algo.
Don Justo. Tú dirás.
Carlos. Algo relacionado con los sucesos de hoy.
Don Justo. ¿Con Luisito?
Carlos. No, papá. Los sucesos de hoy en la cuidad.
Don Justo. Ah, los disturbios de esta mañana.
Carlos. Sí, papá. Cuando la policía disolvió la manifestación, aprehendieron a varios compañeros nuestros.
Don Justo. Compañeros de clase, quieres decir.
Carlos. Amigos, ¿me entiendes? Gentes que estimamos...que queremos.
Don Justo. ¡Amigos...! Siempre creí haber cometido un error al acceder al deseo de tu madre y permitir que te quedaras aquí, para asistir a esa Facultad, donde no hay más que anarquistas y revoltosos. Ahore tú me lo estás confirmando: debí mandarlos a los dos al extranjero, separarlos de este medio podrido. ¡Amigos de mi hijo esos agitadores, esos criminales! (Ante un ademán de Carlos.) ¡Sí, criminales que exponen a morir a sus compañeros!
Carlos. Ellos se arriegan también.
Don Justo. Como si no supiéramos cuál es su téenica: lanzar por delante a los borregos, que ellos reciban los golpes y hasta las balas, porque los inteligentes, los que dirigen, tienen que valvarse. ¡La causa los necesita! (Transición.) No volverás a la Facultad, Carlos. Sea como sea, en el próximo barco se irán los dos a Europa.
Laura. No, Papá.
Don Justo. ¿Qué dices?
Laura. Que no iremos, papá. no queremos vivir lejos de aquí.
Don Justo. Ya veo en lo que estás pensando. Mira, hija, a ty hermano le conviene ir a Europa para alejarse de la porquería que aquí no debatimos y formarse en un medio de gente culta, donde halle nuevos horzontes y mejores perspectivas. Pero tú necesitas ese viaje tanto como él.
Laura. Ni así lo conseguirás, papá.
Don Justo. Uno o dos años en París te harán pensar de otra manera. A tu regreso te retirás de tu obstinación de hoy y comprenderás que los planes que he trazado para tu futuro son el camino de ty verdadera felicidad.
Laura. Nunca me casaré con Milito Carral, papá.
Don Justo. Ya veremos.
Carlos. Papá, si de veras quieres que sigamos unidos, tienes que saber cómo pensamos... y comprendernos.
Don Justo. Eso hafo, hijo. Mi única gran preocupación es que ustedes sean felices.
Carlos. Tenemos una vida nuestra, papá. Déjanos vivierla a nuestro modo, con nuestras ideas. Déjanos equivocarnos tal vez; déjanos encontrarnos a nosotros mismos.
Don Justo. Quiero evitar que sufran.
Carlos. El sufrimiento es una parte de la vida, papá; déjanos tener el que nos corresponde. Déjanos sentir y pensar por nuestra cuenta. ¡Ayúdanos!
Don Justo. Siempre lo he hecho.
Carlos. No, papá; hace poco iba a pedirte algo... lo promero importante que pido en mi vida... y no quisiste oírme.
Don Justo. Lo de esos muchachos presos.
Carlos. Sálvalos, papá. Te lo suplico.
Don Justo. No puedo.
Laura. Por favor, papá.
Don Justo. Son enemigos del Gobierno. Agitadores peligrosos.
Carlos. No, papá. Te lo aseguro. Los conozco a todos. Tal vez no piensan igual que tú ahora, pero... Mira, papá, he leído ese libro que reproduce tus discorusos y los artículos que públicaste en Oaxaca.
Don Justo. "Una ruta a la luz."
Carlos. Ese.
Don Justo. Don trabajos de juventud, fruto de la inexperiencia y de lecturas peligraosas. Hace años hice recoger toda la edición.
Carlos. Yo encontré un ejemplar en la biblioteca. Y, ¿dabes, papá? Eso mismo que tú pedías entones, es lo que queremos hoy los jóvenes: justicia y libertad para todos, una vida sin miedo y sin miseria, respeto al vota, al pensamiento... Eso es todo, papá.
Don Justo. Lo dices en una forma que... (Rehuyendo la responsibilidad.) Si tus amigos son inocentesm no tienen nada que temer.
Laura. ¿Vas a ayudarlos, papá?
Don Justo. No puedo. No tengo nada que ver con los presos políticos.
Carlos. Si caen en manos del coronel Páez, ¿qué ca a pasarles?
Don Justo. No lo sé.
Carlos. Todos lo sabemos. Los que salen con vida de sus garras, quedan inválidos, enfermos, ciegos detrozados física y moralmente por los tormentos brutales que las aplican. Páez es una bestia salvaje, papá. Esos muchachos no tienen más delito que amar a su patria. ¿Vas a permitir que los golpen, que los desfiguren, que los mutilen, que los maten tal vez? Eres Ministro. ¿No puedes impedirlo?
Don Justo. (Despúes de iuna pausa.) Hijo, en un Gobierno hay muchas tareas,
muchas responsibilidades. No pedemos intervenir en lo que nos incumbe a riesgo de crear el
caos y perjudcarnos a nosotros mismos. ¿Qué pasaría en esta casa si el
"chauffeur" diera órdenes a la cocinera? Alguien tiene que guissar y alguien
guiar el autómovil, uno se ocupa de cultivar las rosas y otro de limpiar las letrinas. Y
no quiero saber siquiera la forma en que el Ejército y la Polícia cumplen sus funciones.
Me basta con que haya paz y garantías en el país.
En la pausa entre los do últimos parlamentos pasa por el fundo, de izquierda a derecha, un viejo criado con filipina, que ahora regresa y entra.
Criado. El señor coronel Páez busca al señor.
Don Justo. ¿Aquí?
Criado. Está allá afuera.
Don Justo. Dígale que no puedo recibirlo.
Carlos. ¡Papá! Habla con él.
Don Justo. No. Que me vea mañana en mi despacho.
Criado. Muy bien, señor. (A Laura.) Señorita, la señora le llama.
Laura. (Se levanta.) Voy en seguida. (Sale el criado.) Papá, la visita de Páez parece cosa de la Providencia. Habla con él y salva muchachos.
Don Justo. Si lo hiciera, ¿aceptarías que te visitara el joven Carral?
Laura. Que venga cuando quieras. Pero nunca me casaré con él. Sólo seré la esposa de Octavio. (Sale.)
Carlos. Por favor, papá. Todavía es tiempo. Que no se vaya páez. Habla con él.
Don Justo. La política, los negocios, los asuntos oficiales, los trato en el Ministerio. No quiero que a mis casa lleguen los problemas de la calle. Este es nuestro refugio, Carlos. Ayúdame a protegerlo.
Carlos. Pero es la oportunidad de que le digas una palabra en favor de nuestros amigos.
Don Justo. Ya te dije que no puedo hacerlo.
Carlos. Pero si a Laura le decías que...
Criado. (Que vuelve.) Perdone el señor, pero el señor coronel Páez no quiere irse. Dice que viene por órdenes del señor Presidente.
Carlos. Hazlo entrar, papá. Sálvalos.
Criado. ¿Qué debo decirle?
Don Justo. Está bien. Que pase.
Criado. Sí, señor. (Sale.)
Carlos. Gracias, papá.
Don Justo. Todavía no me las des. No te prometo nada.
Carlos. Sé que vas a ayudarlos. Sólo tienes que decir una palabra. A tí no te cuesta nada. Y puedes salvar la vida de doce muchachos.
Don Justo. Bueno, ya veremos. Ahora déjame solo con Páez.
Carlos. Sí, papá. (Va hacia el fondo izquierda.) Papá... lo sabía.
Don Justo. ¿Qué sabías?
Carlos. Que yo también podía contar contigo. Siempre unidos, ¿verdad? A la sonrisa alegre y agradecida de Carlos, responde don Justo con otra sonrisa, triste, culpable; luego asiente muy levemente. Carlos. Gracias, papá. (Sale.) Don Justo queda por un momento solo; inmediatamente aparece por el fondo derecha el coronel Páez, un hombrachón alto y grueso, moreno de tipo rudo y modales bruscos.
Coronel. Buenas noches tenga, jefe.
Don Justo. (Enérgico.) He dado órdenes de que en mi casa no se me moleste con asuntos oficiales.
Coronel. Una emergencia, pues.
Don Justo. Diga pronto lo que tenga que decir.
Coronel. Pues que ya andábamos perdiendo al hombre, jefe.
Don Justo. ¿Al Presidente, quiere usted decir?
Coronel. Sí, 'ñor: a mi general Huerta. En nadita estuvo que lo mataran.
Don Justo. Pero, ¿cómo?
Coronel. Una bombita, jefe. Al llegar al Castillo de Chapultepec.
Don Justo. ¿Y el criminal?
Coronel. A saber. Parece que tiró la bomba y arrancó a correr entre la oscuridad del bosque.
Don Justo. Hay que investigar rápidamente. Un atentado así ha de haber sido cuidadosamente preparado. Algún rastro se hallará. Por de pronto, debemos evitar que se conozca la noticia.
Coronel. Por eso vine, pues. Me manda el hombre.
Don Justo. ¿Se ha tomado alguna providencia?
Coronel. Arresté a todos los soldados de quardia en el Castillo, por las dudas. Incomunicados. De todos modos, son testigos. Mejor que no anden por ahí regando el chisme.
Don Justo. Muy bien. (Va al teléfono y habla.) L-7-19, por favor, señorita. (Mientras le dan la comunicación.) ¿Se ha ocupado ya de los periódicos?
Coronel. No, pues. Usted ordenará. A mí esos fregados periodistas me tienen en jabón.
Don Justo. (Al teléfono.) ¿Bueno? ¿Es usted, Rodríguez?... Sí, yo... ¿Conoce ya la noticia del atentado?...Bueno: hay que impedir que se publique. Vaya usted personalmente a los diarios... Naturalmente que a todos... Ni una sola palabra, ¿entiende? Y muy breves las informaciones de la manifestación. Nada de adjetivos. Ninguna fotografía... ¡Cómo van a resistirse, hombre! Les recuerda discretamente el subsidio... ¡Ah, sí, La Voz de Jedrez!
Coronel. Esos son los meros meros.
Don Justo. Sí, son capaces de cualquier cosa esos locos... No, Rodríguez, no. Nuestra Constitución garantiza la libertad de expresión. No podemos encarcelar a un periodista. ¿Qué opinarían de nosotros en el extranjero? Ya andan diciendo que esto es una dictadura.
Coronel. Caray, pues sí; tiene razm.
Don Justo. (Siempre al teléfono.) Si se niega a colaborar, háblele con calma, de le razones: la seguridad social, las garantías del individuo, esas cosas... Usted es capaz de convencerlo. Bueno, en último caso, le organiza una manifestacioncita; pida al Ministro de Guerra un grupo de soldados sin uniforme... Sí, ya sabe: unos cuantos exaltados que griten contra el Imperialisma, la dictadura y esas cosas... cuide que lleven antorchas. En las imprentas hay muchos materiales inflamables.. Pero, por favor, Rodríguez: Los bonberos llegarán tarde. Eso corre de su cuenta... "Los talleres de La voz de Juárez, reducidos a cenizas." Será una buena noticia que distraerá la atención de la otra, que es peligrosa... Confío en usted, Rodríguez. No lo olvide. (Cuelga.)
Coronel. Sí, 'ñor. Así se hacen las cosas.
Don Justo. (Descuelga de nuevo.) L-7-19, otra vez, señorita. (Al coronel.) Me olvidé de lo más importante. (Al teléfono.) ¿Rodríguez? Qué bueno que todavía lo encuentro. Mire, antes que nada, vaya a la Emgajada de los Estados Unidos, y pídale al Embajador que reúna a los corresponsales extranjeros... Claro: ni una sola palabra... No se preocupe, estarán de acuerdo; es por el bien de todos... Gracias. (Cuelga.)
Coronel. No se la escapa ní una, jefe. Con razón el hombre le tiene tanta confianza.
Don Justo. Ahora digame lo que sepa del atentado.
Coronel. Pues como saber, saber...Pero sospechar, sí.
Don Justo. ¿Y qué sospecha?
Coronel. A mí todo esto me huele muy mal. En la mañana, manifestación de los de la Casa del Obrero Mundial; en la noche, bomba al Presidente.
Don Justo. Sí, no puede ser casual.
Coronel. Estoy seguro de que hubo un plan muy amplio, un verdadero complot contra el Gobierno.
Don Justo. ¿Que parte de dónde?
Coronel. Yo "crioque" de la Universidad. Esos malditos mocosos no se están quietos. Todos los días nos denuncian en reuniones secretar en distintas partes de la ciudad.
Don Justo. Si es así, ya ha de saberlo todo.
Coronel. ¿Yo?
Don Justo. Al mediodía me informó usted que habían aprehendido a los principales dirigentes estudiantiles.
Coronel. Bueno, todos no; los que estaban en la manifestación.
Don Justo. ¿Cuántos son?
Por la terraza aparece Carlos, pero ellos no lo ven.
Coronel. Doce cabrestos. ¿Y a que no me lo va a creer? Una muchacha es la mera cabecilla. Una tal Diana.
Don Justo. ¿Y confesaron?
Coronel. Todavía no, jefe.
Don Justo. ¡Pero cómo! Doce chiquillos, una muchacha entre ellos, ¿y todavía no confiesan?
Coronel. Yo puse mi mejor voluntad, jefe; pero no se pudo.
Don Justo. ¿Hizo usted lo que le ordené?
Coronel. Sí, 'ñor, primero por las buenas, y nada. Las pegamos, y nada. Les dimos un estironcito, y nada. Son tercos los cabezones.
Don Justo. Apriétcles más, coronel. Necesitamos saber la verdad.
Coronel. Ya lo hice, pues. A unos los colgué de los pulgares. A otros les arranqué las uñas.
Don Justo. ¿Y no hablaron?
Coronel. Chillaban los canijos, se retorcían, lloraban unos lagrimones así de grandes; pero no decían una palabra.
Don Justo. Hay que hacerla hablar. Invente usted algo.
Coronel. Pues verá. Entre los presos estaba también su hermano, muchacho débil y paliducho que ya se nos andaba muriendo con los golpes. Cuando vi que ni pararse podía, le dije: "Si no hablas, te saco los ojos."
Don Justo. ¿Y qué contestó?
Coronel. El cabresto, en vez de hablar, me tiró una escupitina a la cara.
Don Justo. Caramba.
Coronel. Y eso me dio tanta rabia, que me lancé sobre él y lo hice.
Don Justo. ¿Le sacó los ojos?
Coronel. Sí. ¿Y sabe qué se me ocurrió? Los puse en un plato y se los llevé a la tal Diana. "Mira le dije, son los ojos de tu hermano. Si te sigues negando a confesar, vamos a matarlo."
Don Justo. ¿Y no confesó?
Coronel. Me dijo: "Si mi hermano se dejó sacar los ojos sin hablar, yo no voy a traicionarlo. Mátenos a los dos." Palabra que los tiene muy bien puestos la mocosa.
Don Justo. Tiene usted todo la noche, coronel. Son doce. Alguno tiene que flaquear. Arránqueles una confesión, sea como sea. Golpeelos, atorméntelos, castrelos. Pero que hablen, ¿me oye? ¡Que hablen! ¡Tienen que hablar?
Coronel. ¿si mi así quieren?
Don Justo. Los fusila usted con la primera luz del alba.
Coronel. ¿Sin sentencia?
Don Justo. No sería la primera vez. Los lleva a una carretera, los suelta y luego les dispara por la espalda.
Coronel. La Le de Fuga, jefe.
Don Justo. ¡No debe quedar vivo ni uno solo!
Entra Carlos, que ha escuchado la conversación.
Sufre intensamente por la suerte de sus compañeros,
pero sobre todo por descubrir la verdadera personalidad de su padre.
Don Justo. ¡Carlos!
Carlos. (Casi no puede hablar, la emoción la cierra la garganta.) No, papá. ¡Tü no, papá!
Don Justo. Tengo que hacerlo, Carlos. Si no los destruyo, ellos nos destruirán a nosotros. Un instante de indecisión podría hacernos perder todo.
Carlos. (Ya sollozando.) ¡Papá!
Don Justo. Son ellos o nosotros. No puedo dudar.
Carlos. No es posible. ¡Tú no, papá! ¡Tú no!
Don Justo. (Al coronel.) Cumpla usted mis órdenes al pie de la letra.
Coronel. (Saludando, sonríe ferozmente.) Descuide, jefe. Todo saldrá a su gusto. Sí, 'ñor. TELON
SEGUNDO CUADRO
La noche del 30 de enero de 1914. La luz del salón
está apagada, pero no así la del vestíbulo. En la
terraza se ve cierta claridad nocturna. Un momento la
escena está vacía. En seguida entra, por la terraza,
Octavio. Es un joven de unos treinta años, alto,
apuesto, pero con la ropa y el pelo en desorden;
evidentements viene huyendo. Da unos pasos por la
habitación. Luego se oye la voz de Laura y él se
repliega junto a una pared.
Laura. No ha de tardar mamá. Ya es casi la hora de la cena.
Laura entra a escena, por el fondo, izquierda;
enciende la luz y va al teléfono. Octavio se adelanta
y ella lo ve.
Laura. (Quedo.) ¡Octavio!
Octavio le hace señas de callar. Ella cuelga el
teléfono, va hacia el vestíbulo y dice hacía afuera:
Laura. No puedo hablar todavía, mamá. El servicio sigue interrumpido.
Vuelve hacia Octavio y lo abraza.
Octavio. ¡Laura!
Laura. Todo el día sin noticias tuyas, Octavio. ¡Ha sido terrible!
Octavio. También para mí, Laura.
Laura. Pero ya estás aquí; es lo que importa. Estás a salvo y junto a mí.
Octavio. (Separándose de ella.) Tengo algo importante que decirte.
Laura. ¿Algo importante?
Octavio. Sí, Laura. Esta noche me voy de México.
Laura. ¿Te vas? ¿Adónde?
Octavio. Todavía no lo sé. Pero no puedo seguir en la ciudad. La policía me persigue.
Laura. ¿Por qué?
Octavio. ¿Sabes lo que ocurrió hoy?
Laura. No, papá no vino a comer y nos mandó un recado diciendo que había nuevos desórdenes; es todo lo que sé.
Octavio. Esta mañana, cuando celebrábamos una sesión del sindicato de carpinteros de la Casa de Obrero Mundial, llegó la policía y por la fuerza disolvió la reunión y clausuró el local. De los dirigentes, fuimos muy pocos los que escapamos. La mayoría están presos. Yo logré huir por la azotca, junto con otros tres compañeros. Pasé toda la tarde excondido en una bodega. Pero esta mismua noche tengo que salir de México. Mañana el Gobierno desatará persecuciones terribles. Todos los que caigan en su poder serán fusilados.
Laura. Octavio, si tú te vas, me iré contigo.
Octavio. Pero, ¿sabes a lo que te expones?
Laura. No me importa.
Octavio. Quién sabe cómo pueda llegar hasta los campamentos revolucionarios. Y cuando esté allí, ¿qué vida vas a llevar, entre peligros y batallas?
Laura. Hay muchas mujeres que siguen a los revolucionarios.
Octavio. Sí, mi amor; pero son soldaderas, acostumbradas a la pobreza y a las privaciones.
Laura. Yo seré tu soldadera. Me acostumbraré a todo.
Octavio. ¿De veras, Laura? ¿Vendrás conmigo?
Laura. Todo antes que separarme de ti.
Octavio. Eso quería oírte decir. Ahora sí me siento fuerte para enfrentarme a todo. Lucharemos juntos. Tu amor será mi coraza.
Laura. Entonces, ¿me aceptas a tu lado?
Octavio. Para siempre, Laura. Nada ya podrá separarnos.
Por el vestíbulo aparece Clara.
Clara. Laura, pero, ¿por qué...? (Descubre a Octavio.) ¿Usted aquí?
Octavio. Sí, señora. Vine a buscar a Laura.
Clara. ¿Cómo? ¿Qué quiere decir?
Laura. Que nos vamos, mamá.
Clara. Pero, ¿adónde?
Octavio. A la Revolución.
Clara. Se irá usted. Tú no, Laura; no puedes salir de esta casa.
Laura. Me voy con Octavio, mamá.
Clara. Pero, ¿lo has pensado tú? ¿Mi hija? ¿Irte así con él, sin casarte? ¿Qué van a decir de ti? ¿Qué va a opinar tu padre?
Laura. Ya no me importa nada.
Clara. ¿Qué ocurre en esta casa? Primero tu hermano, se va sin decir una palabra, sin una explicación. A Luisito lo tuvimos que mandar interno a una escuela. Y ahora tú. Me voy quedando sola. ¿Qué culpa estoy pagando, para que me castiguen así?
Laura. Lo siento, mamá.
Clara. Y usted, Octavio, ¿cómo puede permitir que lo acompañe Laura? ¿No sabe usted a qué peligros la expone?
Octavio. Sí, señora. Pero los correremos untos.
Clara. Usted es hombre y nada pierde. Pero mi hija, irse así, como una cualquiera...
Octavio. Me casaré con ella, señora. Se lo prometo.
Clara. Y a la Revolución. A pasar hambres, trabajos, qué sé yo.
Laura. Estoy decidida, mamá. Nada me hará cambiar.
Clara. Pues yo también estoy decidida a no dejarte salir de esta casa.
Laura. No podrás impedirlo.
Clara. No saldrás sin el permiso de tu padre. Afuera hay cuatro soldados de guardia. Si es preciso, ellos impedirán fuga.
Laura. No t e atreverás a hacerlo, mamá.
Clara. Ya lo verás.
Octavio. Señora, ¿y si yo hablara con don Justo?
Clara. ¿Usted?
Octavio. Sí, para explicarle la situación y pedirle permiso.
Clara. ¿Cree usted que se lo dará?
Octavio. Me jugaré el todo por el todo.
Del vestíbulo llegan voces confusas.
Clara. Ahí está él. ¿Se atreverá usted?
Octavio> Sí.
Clara. Entonces, entre usted allí. (Senala la puerta de la derecha.) Nosotras hablaremos primero. Júreme que no saldrá antes que le llamemos. Yo, en cambio, le prometo que mi esposo le oriá.
Las voces que llegan del vestíbulo es hacen
inteligibles. Son las de don Justo y el criado.
Don Justo. Non, no, muchas gracias....La cosa no ha sido grave.
Criado. Temíamos alguna desgracia, señor.
Don Justo. ¡Bah!, no hay que alarmarse tan fácilmente. ¿Dónde están las señoras?
Criado. En el salón, señor.
Mientras esta breve conversación ocurre afuera,
en la escena Laura toma a Octavio de la mano y lo
hace salir por la puerta que indicó Clara. En seguida entra don Justo.
Clara. Al fin regresas.
Don Justo. (La va a besar en la frente.) Ya ves, otro día sin poder venir a la casa. Estos malditos revolucionarios está cambiando todas mis costumbres. (Besa también en la frente a Laura.)
Clara. ¿Ocurrió algo grave?
Don Justo. Nuevos desórdenes. Tuvimos que clausurar la famosa Casa del Obrero Mundial. A ver si cerrado el foco de las conspiraciones acabamos con la agitación.
Laura. Pero, ¿por qué no viniste en todo el día?
Don Justo. Tuve que permanecer en la oficina. Casi todos los peces gordos están presos. Algunos se nos escaparon. Pero antes de mañana estarán todos a buen recaudo.
Clara. ¿Supiste algo de...de Carlos?
Don Justo. No sé de quién me hablas.
Clara. ¿No está preso?
Don Justo. No lo sé.
Don Justo. ¿Sí?
Laura. Se trata de Octavio.
Don Just. Te he prohibido que menciones ante mí el nombre de ese anarquista.
Laura. Está en un gran peligro.
Don Justo. Lo supongo. Si todavía está en libertad, no tardará en caer en manos de la policía.
Laura. Tienes que ayudarlo, papá.
Don Justo. No sabes lo que dices.
Laura. Sólo tú puedes hacerlo.
Don Justo. No, precisamente soy yo quien menos puede ayudarlo. Octavio es uno de los principales agitadores.
Clara. Si supieras dónde está, ¿qué harías?
Don Justo. Es preferible para él que no lo sepa.
Clara. ¿Qué harías?
Don Justo. Tendría que entregarlo.
Laura. ¿Sabiendo que lo van a matar?
Don Justo. Sí.
Clara. No creo que lo hagas.
Don Justo. Sería mi obligación.
Laura. Quiero a Octavio, papá; lo sabes bien. Un día me casaré con él. Necesito que se valve y sólo tú puedes lograrlo.
Entra el Criado.
Criado. El coronel Páez desea ver al señor. ¿Puede pasar?
Don Justo. (Mirando a su hija.) Sí, que pase.
Criado. Sí, señor. (Sale)
Laura. Octavio está aquí, papá.
Don Justo. ¿Aquí?
Clara. Vino huyendo, quería llevarse a Laura. Logré impedirlo, pero le prometí que lo escucharías.
Don Justo. ¿Tú se lo premetiste?
Clara. Sí.
Don Justo. Muy bien. Hablaré con él.
Laura. Tendrás que ayudarlo, papá; porque si no...me perderás también a mí.
Don Justo. ¿También a ti?
Laura. Sí, papá. También yo me alejaré de esta casa, como Carlos, como Luisito. Te quedarás solo con tus riquezas y tu poder. (A Clara.) Ven, mamá.
Clara. Sí, hija.
Laura. No quiero ver a Páez. Apesta a sangre.
Salen ambas hacia la derecha.
Un instante después, por la izquierda, entra
el coronel Páez.
Don Justo. Adelante, coronel.
Coronel. Garcias, jefe.
Don Just. ¿Qué novedades trae?
Coronel. Verá, pues. Luego que le dejé a usted, ordené concentrar en el cuartel a todos los prisioneros.
Don Justo. ¿Son muchos?
Coronel. Unos cuarenta. Y algunos heridos, en el hospital.
Don Justo. ¿Qué más?
Coronel. Pues que llego al cuartel y empiezo a interrogar a los prisioneros y de pronto, ¿con quién cree usted que me topo?
Don Justo. ¿Con quién?
Coronel. Con su hijo, jefe.
Don Justo. ¿Carlos?
Coronel. El mismo.
Don Justo. ¿Está ileso?
Coronel. Un rasgunon en un brazo. Y pues yo pensé: como las órdenes del hombre son muy claras, si lo dejo con los demás tendremos que juzgarlo en público y luego fusilarlo, y pues eso de que el propio hijo de usted ande metido con los revolucionarios. puede ocasionar un escandalito que no nos va a favorecer mucho, ¿no le parece?
Don Justo. Cierto.
Coronel. Entonces me dije que lo mejor era traérselo; y ahí se lo tengo.
Don Justo. Gracias, coronel.
Coronel. ¿Lo hago pasar?
Don Justo. Sí, y usted quédese afuera un momento, mientras hablo con él. Tal vez pueda necesitarle.
Coronel. Muy bien, jefe. Con su licencia. (Sale).
Queda don Justo solo. Después entra Carlos, con la ropa desgarrada y sucia y el rostro fatigado; trae
el brazo izquierdo en cabestrillo. Durante un
momento, ninguno habla. Se miran intensamente.
Don Justo. Bienvenido a esta casa, hijo.
Carlos. Esta no es mi casa.
Don Justo. Siempre lo será. Aunque en este momento no lo creas. Siéntate. Vamos a hablar.
Carlos obedece, sombrío.
Has estado varios meses lejos de nosotros, hijo, y yo no te he hecho volver a nuestro lado, aunque hubiera podido... (Ante un gesto del muchacho.) Sí, hubiera podido; tengo la fuerza bastante para hacerlo.
Carlos. Hubiera sido inútil.
Don Justo. Por eso quiero que vuelvas a nosotros por tu propa voluntad. No quiero obligarte a nada. Respeto tu libertad.
Carlos. Garcias.
Don Justo. He estado informado de todos tus movimientos. Supe día con día tus actividades.
Carlos. Entonces sabrás por qué no puedo volver a esta casa.
Don Justo. ¿Porque has estado comprometido con los revolucionarios? Mira, hijo, soy muchos años mayor que tú y creo poder leer en tu corazón. Para algo soy tu padre. Aquella noche, cuando te fuiste, no cran tus convicciones revolucionarias las que te alejaban. Hasta entonces habías tenido una cierta inclinación, sentimental o intelectual, hacia esas ideas. Eres muy joven y tienen que impresionarte esas coasa.
Carlos. Esas "cosas" es lo único en que creo.
Don Justo. Pero, Carlos, es necesario que comprendas que esas ideas no pueden triunfar en México. La Revolución va a ser derrotada. Tus compañeros están presos. Es la hora de la fuga y de la rectificación. ¿Qué vas a hacer tú?
Carlos. Seguir la misma suerte que mis compañeros.
Don Justo. Es absurdo, Carlos; tú no eres uno de ellos. ¿No te das cuenta? Ellos luchan por conseguir lo que tú tienes ya: posición, comodidades, un hogar.
Carlos. Te equivocas, papá; no luchan por eso.
Don Justo. ¿Quieres actuar en la política? Yo te daré un puesto de responsabilidad, desde el que puedas hacer mucho más que participando en mítines y manifestaciones estériles. Tendrás ocasión de probar tus ideas ante la realidad. Serás un hombre útil a tu patria y a tu pueblo. ¿Aceptas?
Carlos. No, papá.
Don Justo. ¿Por qué?
Carlos. Tendría que servir a tu Gobierno.
Don Justo. Hijo, desde que te fuiste, esta casa no es ya la misma. Nos haces falta. Haces más falta aquí que en ninguna otra parte. Vuelve y trataremos de olvidar todo.
Carlos. No puedo.
Don Justo. ¿No puedes olvidar esa noche?
Carlos. No es una noche, papá. Es saber que antes y después de esa noche, tú has sido elverdugo de mi pueblo. Que tú has ensangrentado al país. Que tú ordenabas atormentar a mis compañeros. Que tú ordenaste asesinar a Diana. Son demasiadas cosas para poder olvidarlas.
Don Justo. Diana era tu novia, ¿verdad?
Carlos. La quería. Hubiera deseado un día casarme con ella.
Don Justo. No lo supe a tiempo.
Carlos. Si lo hubieras sabido, ¿la habrías salvado?
Don Justo. (Pensando en el caso de Octavio y Laura.) No. sé.
Carlos. ¿Lo ves?
Don Justo. Hijo, los dos estábamos equivocados. Tú no eras el niño que yo creía, ni yo el santo que tú soñabas. Bueno, ahora ya nos conocemos. Vamos a aceptarnos como somos.
Carlos. No podré aceptar nunca lo que eres.
Don Justo. ¿Crees que no te comprendo, Carlos? ¿Que no he sentido nunca, como tú, deseos de salir, de escaparme de todo y de todos, de ser libre, lejos de esta casa? ¿Crees que no sé lo que es la familia, esta cárcel de ternura? Yo también he soñado en el mundo que está más allá; he pensado en la felicidad, en otra felicidad, ¿me entiendes? Y lo mismo le ha pasado a tu mamá, y a tu hermana, y hasta a Luisito, bien lo sabes. Pero uno se rebela, protesta...y se queda. Porque uno mismo ha forjado los barrotes de su celda y contra ellos la fuerza nada puede. En esta familia en todas las familias somos a veces felices, a veces desdichados; queremos escapar y encontrar otras gentes, pero seguimos juntos; y cuando alguien rompe la cerradura y da unos pasos afuera, como tú lo has hecho, siente al volver que es preferible la prisión, porque perdemos más al vernos solos, entre extraños, perdemos más que los que se quedaron encarcelados.
¿Este discurso ha commovido a Carlos? Podría creerse
así por un instante; pero de pronto rompe a aplaudir
y habla con una voz extraña, sarcástica, donde se
escucha más el llanto que la risa.
Carlos. Bravo, papá, sigues siendo un gran orador; y eres, además, un poeta.
Don Justo. ¿No me crees?
Carlos. Páez es indiscreto, papá. Sé por qué me trajo aquí. Por qué me trajo aquí. Por qué quieres hacerme volver a casa; sería un escándalo muy perjudicial que el hijo de un Ministro fuera juzgado y fusilado con los revolucionarios.
Don Justo. ¿Eso piensas? (Pausa.) Hasta las fieras quieren a sus hijos.
Carlos. Papá, yo rompí los barrotes de esa cárcel de que hablabas. Fui más allá. Encontré una nueva familia, mucho más grande: pobres hombre explotados que trabajaban de sol a sol sobre una tieraa que no es suya; obreros que enriquecen a quienes los matan de hambre; estudiantes que pasan la noche en vela sobre sus libros y al llegar la mañana no tienen un pan que llevarse a la boca....Todo un mundo al que ahora pertenezco y del que no puedo separarme.
Don Justo. ¿Pero acaso cres tú el responsable de ese mundo?
Carlos. Yo soy el responsable. Tú también lo eres. Todos somos responsables.
Don Justo. Yo sé que hay injusticias, que hay pobres y ricos, explotadores y oprimidos.
Carlos. Pero lo aceptas y no luchas por evitarlo.
Don usto. El mundo ha sido siempre así, y así seguirá siendo. No soy yo quien pueda remediar esos errores.
Carlos. ¿Quién, entonces?
Don Justo. Dios, solamente Dios.
Carlos. Papá, para remediar los males de este mundo, nosotros somos Dios.
Pequeña pausa.
Don Justo. No aceptas entonces volver a vivir con nosotros.
Carlos. No, papá. No podría.
Don Justo. ¿Qué quieres hacer?
Carlos. Volver con mis compañeros. Morir con ellos.
Don Justo. ¿Ni siquiera descas salvar tu vida?
Carlos. No, papá. Es muy poca cosa una vida. Yo quiero mucho más.
Don usto. Está bien. Retírate. El coronel Páez te está esperando.
Carlos. Adiós, papá.
Don Justo. Adiós.
Sale Carlos. Desde que don Justo comprendió que
había agotado sus argumentos sin lograr convencer a
su hijo, su actitud se hiela; resulta demasiado altivo,
demasiado duro para ser sincero. Y, en efecto, cuando
el muchacho sale, algo en él se quiebra, se deshace;
una desesperación muda, sin lágrimas, lo convierte
en nada más que un pobre padre que ha perdido a su
hijo para siempre. Entonces suena el teléfona y
va a contestar.
Don Justo. (Al teléfono.) ¿Bueno?... Ah, es usted, Rodríguez...Sí...ya veo. Muchas gracias...¿También se han restablecido las comunicaciones con el interior del país?... Perfectaments...ha sido muy oportuno, porque precisamente necesitaba hablarle...Sí; quiero que avis al Ejército y a la Policía que mi automóvil viajará esta noche a Puebla. Irá escoltándolo el coronel Páez. Nadie debe detenerlos. ¿Entendido?... Bajo su estricta responsabilidad, Rodríguez,. Es un asunto de sume importancia... Confío en usted, como siempre. Adiós.
Cuelga. Después se acerca a la puertade la
izquierda y abre.
Don Justo. Pasen.
Entran Clara, Laura y Octavio.
Don Justo. (Viendo a este último dudar.) Entre usted, Octavio.
Octavio. Gracias.
Clara. ¿Se fue Páez?
Don Justo. Está afuera, esperando.
Laura. ¿Esperando a...Octavio?
Don Justo. Tal vez. (Piensa un poco.) Mi esposa le prometió que yo le escucharía, Octavio. Pero como sé muy bien lo que me va a decir, quiero que sea usted quien primero me oiga a mí. Usted es abogado, hombre de leyes y de justicia. Póngase en mi caso. Supongamos que sea usted quien tiene el poder y yo un enemigo del go bierno al que usted pertenece. Si cayera en sus manos, ¿qué haría conmigo? ¿Me salvaría la vida o me entregaría a la justicia?
Octavio. Lo entregaría.
Laura. ¡Octavio!
Don Justo. Ya los ves, hija; él mismo está señalando mi deber.
Laura. ¡Papá, por favor!
Don Justo. Pues mire usted lo que son las cosas, Octavio; yo debiera entregarle en manos del coronel Páez; pero no voy a hacerlo. Mi hija me pide que le salve a usted la vida y prefiero complacerla a ella antes que cumplir con mi deber. ¿Se lo explica usted?
Octavio. No, señor.
Don Justo. ¿Y tú, Laura?
Laura. Yo sí, papá; y te lo agradeceré siempre.
Don Justo. Pero una condición te pongo, Laura: ¿la aceptas?
Laura. La que sea, papá.
Don Justo. Que renuncies a la locura de irte con él.
Laura. ¡Papá!
Don Nusto. ¿Aceptas? Cuando regrese, si todavía se quieren, podrán casarse. Cuentan con mi permiso.
Larua. (A Octavio.) Tengo que aceptar, Octavio. Pero te esperaré siempre.
Octavio. Estamos en sus manos, Laura. Pero volveré muy pronto y entonces nada ni nadie podrá separarnos.
Don Justo va hacia el vestíbulo y llama.
Don Justo. Que vuelva el coronel Páez.
Octavio. (A don Justo.) No sé por qué me salva usted la vida, señor. Pero tengo que decirle una cosa; el agradecimiento no me hará cambiar mis ideas. Seguiré luchando por lo que creo. Y cuando hayamos vencido, vendré a casarme con Laura.
Aparece el coronel Páez.
Don Justo. Adelante, coronel.
Coronel. A sus órdenes, jefe.
Don Justo. (Señalando a Octavio.) ¿Conoce usted al licenciado Gálvez?
Coronel. Ya tenía el gusto. Así se dice, ¿no? Es uno de los que más guerra nos han dado. Tenía ganas de verlo en nuestras manos. De ésta no se escapa, licenciado.
Don Justo. Oigame bien, coronel. El licenciado y el otro prisionero, van a viajar en mi automóvile, hasta Puebla, esta misma noche.
Coronel. Comprendo, jefe. Un viajecito así es peligroso...Todos los caminos están vigilados. Es difícil que lleguen vivos.
Don Justo. He dado órdenes de que nadie los detenga. Además, usted viajará con ellos, llevando una escolta suficiente para garantizar que nada puede ocurrirles.
Coronel. Entendido.
Don Justo. (A Octavio.) Ya en Puebla, ustedes se las ingeniarán para escapar.
Octavio. Me uniré a las tropas revolucionarias, sea como sea.
Coronel. Ojalá y no pretendan escaparse antes de llegar a Puebla. Luego uno dispara y dicen que les aplican la Ley Fuga.
Don Justo. Tienen que llegar sanos y salvos. Responde usted con su propia vida.
Coronel. Sí'ñor. Ya lo verá.
Don Justo. Puede usted retirarse.
El coronel Páez saluda y sale. Octavio lo sigue.
Laura. ¿Me permites salir a despedirlo, papá?
Don Justo. Ve, hija.
Laura. Gracias. (Sale.)
Clara. Has sido muy generoso.
Don Justo. Suponte que lo hubiera yo entregado, ¿qué iba a pasar?
Clara. No sé.
Don Justo. Lo más probable es que lo mataran y entonces mi hija comenzaría a odiarme y se pasaría la vida pensando en su héroe sacrificado.
Clara. Sí, es cierto.
Don Justo. En cambio, así, conservo el cariño de mi hija y al impertinente ése lo mando a la Revolución. Nunca más ha de volver. Y en su ausencia convenceremos a Laura de que se case con el joven Carral. (Pequeña pausa.)
¿Sabes quién se fue con él?
Clara. No.
Don Justo. Tu hijo, Clara.
Clara. ¿Carlos?
Don Justo. Sí, estaba entre los prisioneros; también a él le salvé la vida. Me lo agradecerá algún día.
Clara. Gracias... Gracias... SEGUNDO ACTO
PRIMER GUADRO
La sala de casa de don Justo Alvarez del prado,
siendo la misma, parece trasformada: los muebles
han sido cambiados de lugar, las cortinas son
nuevas; llama la attención un gran retrato de don
Venustiano Carranza colocado en lugar preferente.
Es que han transcurrido meses cuya trascendencia en
lavida de la nación tiene que reflejarse en este
hogar, igual que en todos los del país. Son las ocho
de la noche del 7 de noviembre de 1914. Están
encendidas las luces. Sentada en un sillón vecino a
una lámpara. Larua teje. Su aspecto también es
otro; ha madurado; la linda muchacha del primer
acto ahora es una hermosa mujer. Entra Clara, por
la puerta de primer término, izquierda, con el
delantal puesto.
Clara. Pero, ¿sigues en eso? Te quedan muchos meses para tejer al ajuar del debé, y en cambio, menos de una hora para terminar la cena.
Laura. Ya voy, mamá; quería acabar esta chambrita.
Clara. Ya cubrí de merengue el pastel. ¿Vas a escribirle algo encima?
Laura. Sí, quiero ponerlo: "Dos meses de felidicad."
Clara. ¡Dos meses de felicidad! (Suspira.)
Laura. (Va hacia ella.) Perdóname, mamá, no quise herirte.
Clara. ¿Por qué herirme? Comprendo muy bien que seas feliz, y me alegro, hija, me alegro...
Laura. Yo también extraño a papá. ,e soemtp ,iu troste som él; por estar así, sin noticias suyas siquiera, desde hace ters meses que desapareció; pero a ti no podría engañarte; soy feliz por ser la esposa de Octavio. ¿Entiendes que al mismo tiempo pueda estar triste y contenta?
Clara. Sí, hija, sí.
Laura. ¿Y me perdonas que yo esté alegre, ahora que tú sufres tanto?
Clara. No digas tonterías, hija; verte dichosa es lo único que me da algún consuelo.
Laura. Me parece tener el corazón dividido; una mitad está sufriendo por la ausencia de papá; pero la otra late gozosa porque Octavio volvió, queriéndome como siempre; porque al fin pudimos casarnos.
Clara. ¡Si tu padre hubiera estado con nosotras el día de tu boda!
Laura. Sí, sólo él me faltó; haber entrado al templo colgada de su brazo.
Clara. A mí me falta cada día; desde que se fue estoy viviendo como en un sueño horrible, en una pesadella; no soy yo misma sin él...(Enjuga una lágrima.) En fin, Dios sabe por qué nos envía estas pruebas. En sus manos estamos. No quiero amargarte más tu pequeña fiesta.
Laura. No será una fiesta, mamá; estaremos sólo nosotros para celebrar nuestra segundo mes de casados.
Clara. Bueno, pues vamos a la cocina si quieres que cenemos a su hora.
Laura. Primero déjame guardar bien mi tejido. No sea que lo encuentre Octavio. (Va a une mueble y lo encierra con llave en su cajón.)
Clara. ¿Todavía no se lo has dicho?
Laura. No, aún no.
Clara. Es increíble que tu hermano y yo lo sepamos y él todavía no.
Laura. Le tengo reservada esa sorpresa. Mi regalo para esta noche es la noticia de que va a ser padre. (Mutis por fondo izquierda.)
Clara. ¡Qué orgulloso se va a poner! (Mutis tras Laura.)
Laura. (Su voz que se aleja.) Imagínate, tanto que lo desea. Si hasta me remuerde la conciencia por no habérselo dicho el lunes, apenas lo supe...
Un instante queda la escena vacía. Después, por la
terraca, entra don Justo: está avejentado, vestido
con ropa muy usada y sin el aliño de que hacía
gala en el acto anterior. Observa la habitación,
conmovido; acaricia un mueble; toma de una mesita
un retrato y lo contempla con emoción; es el retrato
de boda de su hija. En ese momento se oye sonar el
timbre de la puera de la calle. Don Justo se
sobresalta y deja el retrato en su lugar. Por el fondo
atraviesa Laura. Se le oye hablar en el vestíbulo.
Laura. Buenas noches.
Capitan. Buenas noches, señora. ¿Está su esposo en casa?
Laura. ¿De parte de quién?
Capitan. Capitán Aguirre, del Estado Mayor.
Laura. Está adentro. ¿Quiere usted que lo llame?
Capitan. Si es tan amable. Dígale que solamente lo destraeré unos minutos, por un asunto urgente.
Laura. En seguida. Mientras viene, hágame el favor de esperarlo en la sala, capitán. Pase usted por aquí, por favor.
Cuando oye el último parlamento, don Justo va
rápidamente a esconderse y sale por primer término
derecha. Por el fondo derecha entran Laura y el
capitan Aguirre, hombre de unos treinta años,
moreno, de rasgos indígenas, viste uniforme del
Ejército Constitucionalista. El examina con
curiosidad los muebles y adornos del salón y luego
toma el teléfono.
Capitan. ¿Bueno? ¿Central ¿Bueno? Casi no oigo, señorita. ¿Bueno? Comuníqueme con el Cuartel General; es urgente. Gracias, (Pausa.) Insista usted, señorita, por favor. (Pausa.) ¿El Cuartel General? Habla el capitán Aguirre. Estoy en casa del licenciado Octavio Gálvez. Si mi soronel pregunta por mí, puede localizarme en el... (Mira el número del teléfono)...en el X-3-18. Más o menos un cuarto de hora. Garcias. (Cuelga.)
Se acerca a mirar el retrato de Carranza.
Entra Octavio.
Octavio. Buenas noches, capitán.
Capitan. Buenas... Estaba admirando el retrato. ¡Excelente! Y dedicado por el Primer Jefe.
Octavio. Sí, don Venustiano me hizo el honor de obsequiármelo el día que me llamó a su Gobierno.
Capitan. Como un recuerdo, ¿no? Ha hecho usted una brillante carrera, licenciado.
Octavio. ¿Le parece?
Capitan. Es usted muy joven y ya ocupa un puesto de gran responsabilidad. ¡Subsecretario de Justicia!
Octavio. Casi todos los revolucionarios somos jóvenes. Usted también lo es. En el Gobierno hay muchos hombers como nosotros.
Capitan. Sí, es cierto; hubo que echar mano de la nueva generación. Los otros, todos, más o menos, habían servido a la dictadura. Los jóvenes podemos cometer errores, por poca preparación digo, en mi caso, no en el de usted, o por ser muy impetuosos, pro carecer de experiencia; pero al menos, somos íntegros; entre nosotros no hay traidores, licenciado.
Octavio. Así es.
Capitan. Usted fue fe los primeros antireelecionistas, ¿verdad?
Octavio. Sí, estaba apenas en la Universidad cuando eso; al recibirme de abogado, Madero era ya Presidente. Después seguí luchando durante el huertismo, hasta que el día de la clausyra de la Casa del Obrero Mundial hui de México y me fui a Cuba. Poco después regresé por los Estados Unidos y me uní al Ejército Constitucionalista.
Capitan. Sí, sí... Más o menos conocía así, a grandes rasgos, su historial revolucionario. Pero hay un punto algo oscuro que me gustaría aclarar. Usted logró salir de México ese día, pero ¿como?
Octavio. Un automóvil me llevó a Puebla.
Capitan. ¿Un automóvil?
Octavio. Sí.
Capitan. Debe haber sido algo peligroso. Usted era desde entonces persona conocida y en las carreteras cateaban todos los automóviles.
Octavvio. Al que a mí me llevba no lo detuvieron.
Capitan. No, claro... ¿Puedo preguntarle de quién era el automóvil?
Octavio. ¿Es un interrogatorio, capitán Aguirre?
Capitan. No, no... ¡ Un interrogatorio! No me atrevería. O más bien: todavía no.
Octavio. ¿Qué quiere usted decir?
Capitan. Licenciado Gálvez: ¿sabe usted la comisión que desempeño?
Octavio. Investigaciones confidenciales del Estado Mayor.
Capitan. Exaactamente; pero en concreto, sabe qué me han encargado?
Ocatavio. No.
Capitan. Localizar a los prófugos huertistas. (Pausa.) Hay uba denuncia en su contra, licenciado.
Octavio. ¿En contra mía?
Capitan. Sí.
Octavio. (Despues de una pausa.) Si el Ejército Constitucionalista da oído a calumnias, preentaré mi renuncia inmediatamente. Mi actuación revolucionaris es lintachable, y no permitiréque nadie investigue mi conducta.
Capitan. Mientras no tenfamos nada que ocultar, todos podemos permitir que la Revolución investigue lo que crea conveniente. Yo creo que usted es in honrado y sincero revolucionario; pero en casos como éste, debe ayudarnos.
Octavio. (Piensa un momento.) ¿De qué se me acusa?
Entra Carlos, uniformado de teniente.
Carlos. Buenas noches.
Octavio. (Saludándolo militarmente.) Ya tenía el gusto de conocer al teniente.
Carlos. (Reconociéndolo.) ¡Miguel! Pero, hombre... (Cruza a abrazarlo.) ¡Al cuánto tiempo.!
Capitan. No tanot, hombre, no tanto...Apeneas hace cuatro meses que nos despediumos en Guadalajara.
Carlos. ¿Y desde cuándo estás en México?
Capitan. Una semana.
Carlos. ¡Caray! Una semana y hasta ahora nos visitas.
Octavio. El capitán Aguirre tiene mucho que hacer; vino con una delicada comisión del Estado Mayor del Primer Jefe.
Carlos. Muy merecido, de veras. Miguel es un revoluncionario cabal. Me da mucho guesto que se te haga justicia.
Capitan. Precisamente a causa de esa comisión estoy en esta casa. Pero no sé si debo hablar delante de ti.
Carlos. ¡Hombre! ¿Y por qué no?
Capitan. Es un asunto muy delicado.
Carlos. Que incumbe sólo al Subsecretario de Justicia, Bueno, entonces me retiro.
Octavio. Por mí, puedes quedarte.
Capitan. ¿Está usted seguro?
Octavio. Entre Carlos y yo no hay secretos.
Capitan. En ese caso... Pero no creo que sea agradable para él.
Carlos. Me intrigas. ¿De qué se trata?
Capitan. Hace tres meses se inició la desbandada de los huertistas, desde que se supo que su jefe iba a renunciar a la Presidencia. Muy pocos quedaban en México el 15 de agosto pasado, cuando entró el Ejército Constitucionalista en la capital. A todos los hemos apresado; y sólo hay trest prófugos. Claro que me refiero a los peces gordos, no a cualquier empleaducho. Hablo de los que tienen culpa. Son tres nada más los que nos faltan. Y uno de allos tal vez el más importante es familiar de ustedes.
Carlos. ¿Te refieres a mi padre?
Capitan. Exactamente: don Justo Alvarez del Prado. ¿Puedo...hablar claramente?
Carlos. Por supuesto.
Capitan. Bien. Entonces... trataré de ser preciso y objetivo. Las personas no presentan para todos el mismo rostro. Don Justo como se le llama generalmente puede ¡y debe! ser para ti, Carlos, el padrea a quien queremos por encima de sus faltas y al que ni siquiera nos atrevemos a juzgar; y para usted, licenciado, el hombre que le salvó la vida.
Octavio. Entonces, ya sabía usted de quién era el coche que me llevó a Puebla.
Capitan. Por supuesto. Trataba sólo de hacerle confesar su deuda de gratitud. Decía que para usted don Justo ha de ser el hombre que le salvó la vida y, además, un familiar querido, porque el cariño que le tienen su esposa y su cuñado ha de reflejarse en sus propios sentimientos, Bien. Este es el rostro que para ustedes presenta don Justo y es muy legítimo que así sea. Pero ¿para la Revolución? Y no hablo de mí; yo no lo conozco ni tengo en este asunto ningún interés personal. Hablo de la Revolución: una idea, un ser abstracto, un movimiento social. ¿Quién es don Justo Alvarez del Prado para la Revolución? Un enemigo.
Carlos. (Lentamente.) Lo sabíamos.
Capitan. Tras cada uno de los hechos de sangre que conmovieron al país tras el asesinato de Adolfo Gurrión, y el de Scrapio Rendón, y el de Belisario Domínguez, tras la intensa aplicación de la "Ley Fuga" a todos los hombres de pensamiento liberal, tras todas las persecuciones y los tormentos más crueles, había un cerebro, que no era el de Huerta, envuelot siempre en las tinieblas del alcohol; era el cerebro, tan lúcido como sádico, de don Justo Alvarez del Prado.
Carlos. ¡Es horrible!
Capitan. Perdóname, Carlos; pero debe ser juzgado como lo que es: un enemigo del pueblo, un criminal.
Octavio. ¿Quiere usted decir que debe ser fusilado?
Capitan. Usted es abogado y Subsecretario de Justicia de nuestro Gobierno. Usted sabrá qué castigo le corresponde.
Octavion. (Después de una pausa.) Capitán: usted me habló al principio de una denuncia en mi contra. ¿Puedo conocerla?
Capitan. Sí; como ustedes saben, los huertistas aün persisten en volver al poder. Hay ya una Junta Patriótica ¡así se atrevieron a llamarla! establecida en Nueva Orleáns, y circula de mano en mano un manifesto a la Nación proponiendo el establecimiento de un gobierno pacificardo que no sería sino el pretexto que utilizarían para reinstaurar la dictadura. Parece que cuentan con el apoyo financiero de los hacendados henequeneros de Yucatán y de los cafetaleros de Chiapas para levantar un ejército que desde el Sur viniera a combatir a la Revolución. Pero, ¿quién puede encabezar este movimiento? ¿Huerta? Imposible; el desprestigio que sobre él pesa lo inhabilita. Y en caso semejante se encuentran otros personajes que actuaron en forma prominente en su Gobierno. Pero hay uno que mantuvo su prestigio, que para la mayoría no es sino un brillante abogado, un orador famoso; ése es don Justo Alvarez del Prado y a eso se debe que, con tan gran riesgo de su vida, haya preferido quedarse en México, para conspirar, para reunir voluntades y fuerzas en vez de alejarse con su jefe cuando éste salió del país.
Octavio. Pero, ¿cuál es la denuncia?
Capitan. Recibimos un anónimo en el que se delata que en esta casa hay un depósito de armas que han de servir a la contrarrevolución.
Octavio. Falso.
Capitan. Más aún: que aquí está escondido don Justo.
Carlos. ¿Aquí? Miguel, te respondo con mi vida de que en esta casa no está mi padre ne hay armas escondidas.
Capitan. Y usted, licenciado, ¿qué me dice?
Octavio. Lo mismo.
Capitan. (Sacando un papel de la bolsa.) Traigo una orden de registro. Puede usted verla.
Octavio. (La toma y la mira.) Firmada por el general González.
Capitan. Sí.
Octavio. Muy bien. (La devuelve.) Proceda usted como guste. Registre cuanto quiera.
Capitan. ¿Está usted seguro?
Octavio. Completamente.
Capitan. (Después de una pausa.) No, no voy a hacer a ustedes la afrenta de catear la casa de tan distinguidos revolucionarios.
Octavio. Comete usted un error. ¡Registre!
Capitan. No. Pero a cambio de ello voy a pedirles un favor: espero contar con su ayuda, y se supieran el lugar donde se halla escondido don Justo...
Carlos. En seguida te lo communicaremos.
Capitan. Cuento con ello.
Carlos. ¡Lo juro!
Capitan. Bien, entonces no hay más que hablar. Con su permiso, licenciado.
Octavio. (Tendiéndole la mano.) Carlos...
Carlos. Te acompaño, hombre; no voy a dejarte ir tan pronto, sin que hagamos recuerdos de Guadalajara. Salen ambos. Octavio queda un momento pensativo. Un instante después, don Justo abre la puerta por donde salió y aparece.
Don Justo. Buenas noches, Octavio.
Octavio. ¿Usted...usted aquí?
Don Justo. Sí, Octavio; yo.
Octavio. ¿Pero desde cuándo está aquí?
Don Justo. Hará un cuarto de hora, más o menos. Llegué poco antes que el capitán Aguirre.
Octavio. Y...¿cómo entró?
Don Justo. ¿No se le ocurre a usted, que conoce ese camino? Por la terraza, como un ladrón; porque...porque soy un extraño en mi propia casa y usted es el dueño.
Octavio. Si usted mismo lo reconoce así, ¿qué vino a buscar?
Don Justo. Refugio. Ayuda.
Octavio. Imposible. No puede quedarse. Me vería obligado a entregarle a la policía.
Don Justo. ¿Lo haría usted, Octavio?
Octavio. Si estaba usted en la biblioteca, habrá escuchado mi conversación con el capitán Aguirre.
Don Justo. Sí, completa.
Octavio. Entonces sabrá que estoy obligado a denunciarle. ¿No lo pensó antes usted mismo?
Don Justo. Sí.
Octavio. Entonces, ¿por qué vino aquí...precisamente aquí?
Don Justo. Era la última carta que tenía por jugar, aun sabiendo que podría perderla...¿Adónde más iría? He vivido en esta casa mis mejores años. ¿No es natural que vuelva a ella? Aquí están mi mujer y mis hijos. Y usted, Octavio, que ya es también de la familia. Estoy cansado de vivir en casas ajenas, de amigos, sí de compañeros de los quienes al poco tiempo resultaba yo una molestia. He llegado a no creer en nadie ni a senirme tranquilo en parte alguna. Por eso decidí volver aquí, con mi familia, mientras puedo salir hacia el sur a unirme con nuestras tropas.
Octavio. Aquí tampoco puede usted quedarse.
Don Justo. Para obtener un salvoconducto que me permita llegar a Chiapas.
Octavio. ¿Y cómo piensa obtenerlo?
Don Justo. Con su ayuda, Octacvio.
Octavio. ¿Con mi ayuda?
Don Justo. Sé que usted puede dármelo. Usted es Subsecretario de Justicia. Su firma la respetarán en todas partes.
Octavio. No cuente usted con eso.
Don Justo. Lo he medido todo muy bien, Octavio. En ocasiones como ésta, los hombres tenemos cada quien nuestra propia .balanza y en los platillos, Octavio, echamos nuestro valor o nuestra cobardía, nuestra honradez o nuestra maldad; nuestro corazón, Octavio, nuestra vida toda. Por eso sé que en el platillo que usted me destine no estará la traición ni la muerte.
Octavio. ¿Y si lo estuvioran?
Don Justo. Esas son alabras nada más, Octavio.
Octavio. Son palabras en las que yo creo.
Don Justo. ¿Y sería usted ca[az de matarme por ellas?
Octavio. ¿Matarle?
Don Justo. Si me entraga al capitán Aguirre, si llama a la policía, si no me ayuda a salir de la ciudad, será usted responsable de mi muerte.
Octavio. Yo me debo a la Revolución.
Don Justo. ¿Y a mí, no me debe usted nada? (Pausa.) Una noche como ésta, hace unos cuantos meses - ni un año siquiera- usted estaba en mis manos, como yo estoy ahora en las de usted; y mi deber político era entragarlo, igual qu ahora usted siente que su deber es entregarme. Y, sin embargo, no lo hice; sabía que iban a matarlo si lo hacía, yo no lo hice. Le di mi automóvil y mi escolta para salir de la ciudad.
Octavio. sted no quiso salvarme la vida.
Don Justo. ¿No?
Octavio. Quiso alejarme de Laura. Lo comprendí mucho después.
Don Justo. ¿Está usted seguro?
Octavio. Sí.
Don Justo. Sin embargo, aunque así fuera...
Octavio. ¡Así es!
Don Justo. Sin embargo, las razones de la confucta cuentan menos qye la conducta en sí, objetivamente considerada. ¿Cuáles fueron mis razones en ese momento? Tal vez ni yo mismo lo sepa. Usted trata de asivinarlas, pero no está seguro, nadie puede estarlo. Puede que fuera la que usted dice. O que fueran otras. O que fueran una y otras mezcladas. ¿Que importa? El hecho real, verdadero, incontrovertiblem es que yo le salvé a usted la vida. Y que tengo derecho a pedirle que me pague con la misma moneda.
Octavio. No es posible. No lo denunciaré, pero salga usted de esta casa. Busque otra solución a su problema.
Don Justo. No me iré, Octavio. Tiene usted que decidir: o me ayuda o me entrega.
En eso se oye la coz de Laura que desde el fondo izquierdo dice:
Laura. Octavio, ¿estás ahí?
Don Justo. (Emocionado.) Es mi hija.
Octavio le hace señas de esconderse. Don Justo se acerca a la puerta de la biblioteca y se esconde tras las cortinas.
Laura. ¿Octavio?
Octavio. Sí, mi amor.
Laura. (Entra.) ¿Sirvo ya la cena?
Octavio. Dentro de un momento, si quieres. Primero deseo qu hablemos.
Laura. ¿Tú y yo?
Octavio. Todos. Llama también a tu mamá y a Carlos, que debe estar en la puerta, con el capitán Aguirre.
Laura. Ay, Octavio, no cas a decirnos un discurso porque cumplimos dos meses de casados.
Octavio. No, es algo mucho más importante.
Laura. ¿Qué ocurre?
Octavio. Ya te lo diré. Ve a llamarlos, ¿quieres?
Laura. Bueno; vendremos en seguida. (Cruza por el fondo sale por la derecha.)
Don Justo. ¿Va usted a consultarles?
Octavio. Sí.
Don Justo. Entonces sería mejor que yo les hable.
Octavio. Todavía no.
Don Justo. ¿Por qué?
Octavio. ¿No recuerda usted que carlos juró entregarlo? Lo mejor será que pase usted a la biblioteca y no intente salir hasta que yo llame.
Don Justo. Bien, Lo haré para demostrarle que confío plenamente en usted.
Mutis de Don Justo. Un unstante después entra Carlos, prescedido por Laura que vuelve a salir por la izquierda.
Carlos. ¿Qué nos necesitas?
Octavio. Sí necesitoque hablelmos todos juntos.
Carlos. ¿Qué nos necesitas?
Octavio. Sí, necesito que hablemos todos juntos.
Carlos. ¿Consejo de familia?
Octavio. Algo así.
Carlos. ¿No puede adelantarme algo?
Octavio. No.
Carlos. ¿Ni decirme más o menos de qué se trata?
Octavio. No debo.
Carlos. Se ve a la legua que eres abogado. Siempre está pensando en el deber, en la justicia. Eres el hombre más recto que he conocido. (Se sienta.) Bien; esperaremos. (Saca un cigarillo.) ¿Gustas?
Octavio. No, gracias.
Entran Laura y Clara.
Clara. Dejé la carne en el horno. Espero que no sea muy larga nuestra conversación, Octavio.
Octavio. Procuraré ser breve, señora.
Laura. Bueno, ¿qué? ¿Va a ser un brindis?
Octavio. No, Laura, no. No es ninguna celebración. Es algo difícil, importante para todos nosotros.
Laura. ¿De qué se trata?
Carlos. ¿Es algo del gobierno, o...?
Octavio. No, algo nuestro; y muy grave.
Clara. ¿Le pasa algo? ¿Algún accidente? (Pausa.)
No...no está muerto, ¿verdad?
Octavio. No, señora.
Clara. (Como si rezara.) ¡Gracias!
Octavio. Está sano y salvo.
Carlos. ¿Cómo lo sabes?
Octavio. Estuve con él.
Clara. ¿Ha sufrido mucho...todo estiempo.
Octavio. Ha vivido en casa de varios antiguos amigos suyos.
Carlos. Pero, ¿dónde está?
Octavio. Su situación, sin embargo, es ya insostenible. No puede permanecer en la ciudad de México; por eso acudió a mí.
Carlos. Claro; querrá ir a reunirse a la contrarrevolución de la que nos habló el capitán Aguirre.
Octavio. Sí, desca marcharse cuanto antes.
Laura. ¿Y tú...puedes ayudarlo?
Octavio. Me pidió un salvoconducto.
Carlos. ¿De veras? ¿Se atrevió?
Octavio. Sí.
Laura. ¿Y vas a dárselo?
Carlos. En el supuesto caso de que accedieras, si el salvoconducto cayera en manos del Ejército y se descubriera a quién ampara, sería el fin de tu carrera política. Tal vez hasta de tu vida; podrían fusilarte como traidor.
Octavio. El riesgo que yo corra es lo de menos. Estaría dispuesto a afrontarlo. Pero, ¿debo darle el salvoconducto?
Clara. ¡Sálvelo, Octavio! ¡Se lo agradeceremos todoa!
Laura. Sí; todos.
Carlos. Yo no.
Clara. ¿Cómo?
Carlos. Digo que yo no leagradecería a Octavio darle ese salvoconducto a mí padre. ¿Acaso has olvidado todo lo que hablamos con el capitán Aguirre, hace unos minutos, en este mismo lugar?
Octavio. No, no lo he olvidado.
Carlos. ¿Entonces?
Octavio. Le debo la vida.
Carlos. Sí, le debes la vida; pero esa vida tú la consagraste a una causa: la Revolución. Por la Revolución la has arriesgado muchas veces en los campos de batalla. Ahora no puedes permitir que un prejuicio sentimental te haga traicionarte a ti mismo.
Clara. Eres un juez implacable.
Carlos. No, soy objetivo.
Octavio. No puedo negar las culpas de don Justo; pero todo lo que hizo pertenece al pasado y su muerté no va a remediralo.
Carlos. ¿Y en el futuro?
Laura. ¿No podemos pensar que cambie?
Carlos. (A Octavio.) ¿Puedes creerlo tú?
Octavio. Quizás.
Carlos. Si encabezara la contrarrevolución, esa vida que pretendes salvar, ¿cuántas vidas costaría? Otra vez volveríamos a la guerra y a sembrar los campus de cadáveres. Y si por desgracia ellos llegaran a triunfar, ¿no serías tú el primer responsable de nuestra derrota? ¿No por ti volvería México la dictadura, con su caudal de crímenes y sufrimiento? Es lamentable tener que decirlo y, sobre todo, que sea yo quien lo diga, pero es necesario que midas toda tu responsabilidad. Si salvasa mí padre, serás un traidor a la Revolución.
Pausa.
Octavio. Carlos: tu padre está en esta casa.
Carlos cruza rápidamente y descuelga el teléfono.
Carlos. ¿Bueno? ¿Central?
Laura. ¿Qué vas a hacer?
Carlos. Llamar al capitán Aguirre.
Clara. ¡Hijo, por favor?
Carlos. ¿Bueno?
Octavio. (Se acerca brusco y cuelga el teléfono.) El problema no es sólo tuyo. Es de todos nosotros.
Carlos. Tengo que cumplir con mi deber, si tú faltas al tuyo.
Octavio. Escúchame primero. He sido tu amigo; la vida nos ha hecho casi hermanos. Hemos luchado juntos y eso crea vínculos que no se rompen fácilmente. Entiendo tus sentimientos y los respeto. Pero también debes pensar que no estás solo en el mundo. Está tu hermana mi esposa, que es también hija del hombre a quien quieres entregar a la justicia. Está tu madre, sobre todo. ¿Serías capaz de sumirla en el peor dolor de su vida?
Clara. Hijo, estoy segura de que no eres capaz de eso.
Carlos. Es inútil discutir, Octavio; conoces muy bien tu obligación. ¿Qué vas a hacer?
Octavio. Como revolucionario mí obligación es entregarlo.
Laura. ¡Octavio!
Octavio. Pero le debo la vida y, como hombre, mi obligación es salvarlo.
Clara. Sí, Octavio, ¡sálvelo!
Octavio. (A Carlos.) Yo no puedo denunciarlo. ¿Te atreverías a denunciarlo tú?
Carlos. Iba a hacerlo. Tú me detuviste.
Octavio. Ibas a hacerlo, ¿por la Revolución?
Carlos. Sí, por la Revolución.
Octavio. Pues si la Revolución exige que los hijos vendan a sus propios padres, ¡no quiero ser revolucionario!
Carlos. ¡Octavio!
Octavio. (Enérgico.) Esta noche se quedará aquí. Mañana decidiremos qué hacer con él.
Carlos cruza hacia la puerta del fondo derecho y
sale rápidamente. Los demás se miran, con el mismo
pensamiento ¿Irá a denunciarlo?
Son las 9 de la mañana. Las cortinas de la ventana
están corridas. Es al día siguiente de l acto anterior.
Entra doña Clara y va a abrir las cortginas y la
ventana. La brillante luz de la mañana inunda la
habitación y descubre en un sillón a Octavio.
Clara. (Al verlo.) ¿Usted aquí, Octavio?
Octavio. Sí. Buenos días.
Clara. ¿No durmió usted?
Octavio. No pude.
Clara. Yo tampoco. Cada ruido me parecía que llegaba Carlos con la policía. Fue una noche terrible.
Octavio. Sí.
Clara. Y, sin embargo, para serle sincera, creo que fui feliz. Volver a oír en la oscuridad la respiración tranquila de Justo. sentir su calor en la cama, hasta el olor de su cuerpo que me ha acompañado tantos años, todo me llenaba de una felicidad irracional, pero más grande que mi inquietud. Tal vez no dormí para no perder un minuto de esa felicidad que puedo haber sentido hoy por última vez en mi vida.
Octavio. Lo entiendo.
Clara. Justo y yo hemos vivido tan unidos, que estos meses sin él casi me parecía no vivir, me parecía existir en otro mundo distinto. Si me llegara a faltar definitivamente, sería igual que morir yo también.
Octavio. ¿Tanto lo quiere usted?
Clara. Tanto. En los viejos matrimonios, cada uno vive un poco a expensas del otro. Eso no se entiende cuando se es joven como usted y como Larua; pero al paso del tiempo se va uno dando cuenta de que la vida se vive entre dos, igual que una conversación, una conversación que deja de serlo si uno de los dos se queda callado. Octavio, ¡yo no puedo pensar que usted me condene a hablar en el vacío!
Octavio. ¿Yo?
Clara. Sí, usted; estoy seguar de que Carlos no lo entregó; ahora usted puede salvarlo o perederlo.
Octavio. He pasado la noche preguntándome qué debo hacer.
Clara. Salvarlo, Octavio, salvarlo; no oiga usted a Carlos; las cosas que ha visto, la Revolución, lo han trastornado; todavía no puede pensar con claridad. Pero usted, aunque también es joven, conoce más la vida, ha estudiado; sabe que nada puede justificar una muerte.
Octavio. ¿Ni aun la patria?
Clara. ¡La patria! ¿Qué es la patria, Octavio? Para mí, la patria es el hombre que me ha acompañado toda la vida. La patria son mis hijos, mi casa, Lo demas son palabras, discursos del 16 de septiembre, banderas tricolores que si no significan el pedazo de tierra y las pocas gentes que uno ama, no significan nada.
Pequeña pausa.
Octavio. Dice usted que nada justifica una muerte. ¿Sabía que don Justo fue consejero de Huerta?
Clara. Sí.
Octavio. ¿Y sabía usted que él era quien ordenaba atormentar a los enermigos del régimen, asesinarlos?
Clara. Sí.
Octavio. Y esas muertes que él ordenaba, ¿tampoco pueden justificarse?
Clara. Tampoco. (Pequeña pausa.) Cada una de esas muertes la sufrí como si fuera uno de mis hijos quien moría.
Octavio. ¿Y nunca se lo dijo a él?
Clara. Durante años respeté y obedecí ciegamente a mi marido. Fui incapaz de juzgarlo. Pero en los ú;itmos meses...
Octavio. En los últimos meses...
Clara. Cuando empzaron a llefar a mí los rumores de lo que hacía, no podía creerlo. ¡El, tan bueno, capaz de semejantes atrocidades! No era posible. Y sin embargo, poco a poco me fui convencido: era verdad. ¿Cómo podía permaecer callada? Se lo dje, le pedí clemencia, piedad... Pero fue inútil. Los primeros pleitos que tuvimos fue por eso. Algunas amigas me pidieron que intercidiera por sus maridos o por sus hijos, pero él...
Octavio. ¿Qué contestaba?
Clara. Me parece estarlo oyendo; siempre lo mismo: "Son ellos o nosotros; si salvo a uno, ésa podrá ser quien mañana me mate."
Octavio. "Si salvo a uno..."
Clara. ¿Verdad que no tenía razón, Octavio?
Octavio. ¿Por qué?
Clara. Porque usted, quizás el único a quien salvó, no va a matarlo.
Octavio. ¿Matarlo? No; si acaso, entregarlo a la justicia.
Clara. Sería lo mismo.
Octavio. Usted misma reconoce que nada puede justificar sus crímenes.
Clara. No, nada; pero sus crímenes son suyos, Octavio; él pagará por ellos; Dios sabrá si lo castiga. Pero usted... ¿acaso quiere llegar a ser como él?
Octavio. ¿Como él?
Clara. Nadie es noble ni criminal, ni vicioso no santo de un solo golpe. Todo tiene un principio; un acto del que todos los demás no son sino la consecuencia, el eslabón primero de la cadena que nos forjamos. Usted está iniciando su vida, Octavio, puede todavía elegir cuál será su cadena, si ha de amarrarle al bien o al mal, si su cadena será de luz o de sombra; de lo que haga usted ahora tal vez dependa su futuro; tal vez hay va usted mismo a firmar su sentencia para siempre. Si es capaz de entregar a la muerte al hombre que le salvó la vida, esa acción será como una piedra que se amarra al cuello y que ha de irlo hundiendo día con día.
(Pequeña pausa.)
Octavio. ¿Dónde está ahora?
Clara. Duerme. ¡Estaba tan cansado!
(Aparece po rel fondo izqierda Laura; viene en bata de casa y trae en las manos una charola sobre la que hay dos tazas, una jarra, un vaso de leche y un plato con pan. Con ella viene Luisito.
Laura. Buenos díasm Octavio. Te traigo tu desayuno.
Ovtavio. Gracias. No tengo hambre.
Luisito. (A Clara.) Mamá, ¿es cierto que volvió papá?
Clara. Sí, hijo.
Luisito. ¿Y va a quedarse?
Clara. No sé.
Luisito. pero si se queda, no va a mandarme otra vez al linternado, ¿verdad?
Laura. No, Luisito. Nunca volverás allá.
Octavio. Ven acá, Luis; ¿tú quieres que tú papá se quede?
Luisito. Me da miedo.
Octavio. Per ¿por qué, Luis? Tú ni debes tener miedo de él me da miedo.
Clara. No digas eso, Luisito. Es tu padre y te quiere mucho. Ven, vamos a despertarlo.
Luisito. ¿No irá a enojarse?
Clara. No, hijo, cómo va a enojarse. Le dará mucho gusto volver a verte. Ya verás.
(Mutis de Clara y Luisito.)
Laura. Es raro. Luisito ya no era así. Antes tenía tanto miedo, que dos veces intentó fugarse de la cassa por temor a un castigo. Pero desde que volvió del internado parecía otro.
Octavio. Los niños adivinan las cosas que no saben.
Laura. ¿Lo dices por mi padre?
Octavio. Sí.
(Pausa.)
Laura. Deberías tomar algo.
Octavio. No, de veras; no quiero nada.
Laura. (Después de una pausa.) ¿Ya... decidiste?
Octavio. Todavía no.
Laura. Yo quisiera... no sé sy debo... Quiero suplicarte...sí, suplicarte, Octavio, ¡que lo salves! No tengo ninguna razón que darte, pero... ¡compréndelo!, es mi padre, ¿No es suficiente?
Octavio. No sé.
Laura. Tal vez no lo hubieras comprendido antes, Octavio, pero ahora sí, estoy segura; porque antes habías vivido sin veradaderos afectos, y te sentías solo. Pero ahora no; ya no estarás solo, porque... Quise decírtelo anoche; esa era la sorpresa que te tenía preparada.
Octavio. ¿Une sorpresa?
Laura. Sí, mi amor; vamos a tener un hijo.
Octavio. ¿Un hijo?
Laura. Sí, Octavio.
Octavio. (La abraza.) Me haces tan... tan feliz. Creo que eso era lo que más había descado en el mundo. ¡Un hijo! Y tú me lo das, Larua.
Laura. (En sus brazos.) Gracias... Gracias por quererme así.
Octavio. Te adoro. Eres lo que más quiero en el mundo.
Laura. (Se desprende.) Y ahora también lo vas a querer a él, a ese pequeño ser que será tuyo y mío, la realización perfecta de nuestra unión, el símbolo vivo de que tú y yo hemos llegado a ser uno solo.
Octavio. Sí, Laura.
Laura. Y, sin embargo, su sangre será como un río que viene de lejos, de muy lejos, no sólo de nosotros, sino de nuestros padres y de nuestros abuelos y de todas las generaciones que nos han precedido en el mundo.
Octavio. En él te querré a ti también.
Laura. A mí,...¡y a los míos, Octavio! Tú no puedes querer a tu hijo, no puedes quererme a mí, sin querer también a mis padres, y a esos abuelos que sólo has conocido en los retratos amarillentos de los viejos álbumes y a los que ni siquiera están allí: a un desconocido de cuya voz tal vez sea un eco la voz de nuestro hijo, a la linda viejecita que murió hace varios siglos, pero de quien nuestro hijo hereda el color de los ojos, a un anciano cuyo recuerdo se ha extinguido en el mundo, pero que arqueaba una ceja o se mesaba los cabellos o se reía igual que lo hará nuestro hijo.
Octavio. Te quiero así, con todas tus abuelas besándome en tus labios. (La besa.)
Laura. Sí, Octavio; pero no puedes quererme sin querer también a mi padre, a quien no puedes enviar a la muerte porque... porque entonces óyeme bien volverías a quedarte solo, sin nosotros, ¿me entiendes?, sin mí, sin tu hijo.
Octavio. ¿Qué quieres decir?
Laura. Quiero decir que si denuncias a mi padre, ya no podría verte sin horror. Tus ojos serían los ojos de un asesino, tus manos las manos de un asesino, tu boca la boca de un asesino. Si denuncias a mi padre, Octavio, todo habrá terminado entre nosotros.
Una pausa en la que Octavio y Laura se miran
como en un desafío. Después ella sale rápidamente
por la izquierda. Se oye afuera la voz de don Justo
que le dice:
Don Justo. ¡Laura! Pero ¿qué tienes? ¿Estás llorado?
Otra pequeña pausa. En seguida entra don Justo.
Don Justo. Los nervios de los habitantes de esta casa amanecieron hoy de punta.
Octavio. Creo que hay razón para ello, ¿no?
Don Justo. Sí, seguramente. (Se sienta.) Buenos días, Octavio.
Octavio. Buenos días.
Don Justo. ¿Ya decidió usted mi suerte?
Octavio. Creo que es la tercera vez que escucho esa pregunta esta mañana.
Don Justo. Ha de ser porque todos estamos interesados en saber la respuesta.
Octavio. Bueno, pues la respuesta... Sería menos difícil si usted me ayudara.
Don Justo. ¿Cómo?
Octavio. No puede haber sólo dos caminos; tenemos que encontrar otros.
Don Justo. ¿Usted cree que los haya?
Octavio. Sí, estoy seguro. (Pequeña pausa.) Estoy dispuesto a ayudarlo, con una condición.
Don Justo. ¿Cuál?
Octavio. Que salga usted de México.
Don Justo. ¿Y adónde iría?
Octavio. A Europa, a la América del Sur, a donde sea; mi condición es que no participe usted en ningún movimiento político.
Don Justo. ¿Se atreve usted a pedirme eso?
Octavio. E necesario.
Don Justo. Usted me dijo aquella vez: "Si me deja la vida, tendré que vivirla según mis convicciones."
Octavio. Este es un caso distinto. Yo defendía convicciones, ideales.
Don Justo. ¿Y yo no? Nostros tenemos también ideales, Octavio; estamos convencidos de que un país como el nuestro, todavía en formación, cuyo pueblo no está educado en sus derechos cívicos, que no tiene madurez social y económica, necesita un gobierno fuerte, respetable y respetado, que conduzca con energía la vida de la nación. Nosotros defendemos el derecho a vivir en paz, como lo hicimos durante treinta años; nosotros defendemos el orden y la ley.
Octavio. Ustedes llamen orden a sus privilegios, paz a su riqueza, ley a su conveniencia.
Don Justo. ¿Por qué nos niega el derecho de tener nuestros ideales, aunque sean diferentes a los suyos?
Octavio. Y usted, ¿por qué no abre los ojos y ve más allá de estos muros, de esta ciudad, más allá de su vida y de su vida y de su clase, la verdad de un México que vive en la miseria para pagarle a usted y a unos cuantos más como usted, lujos, diversiones, caprichos? ¿Cómo ha podido durante tantos años a su mesa opulenta sin que el recuerdo de todos los que cerca y lejos de usted se mueren de hambre, no le amargue el pan que se lleva a la boca?
Don Justo. Esta casa, este jujo, la mesa opulenta que usted dice, es el fruto de mis esfuerzos y de mi trabajo de años.
Octavio. Quisiera poder convencerle de lo que la Revolución significa para México y por qué no debe usted atentar contra ella y por qué no uedo yo permitirlo. Pero para eso tendría que hablarle no al don Justo de hoy, sino al muchacho juarista que hace treinta años en Oaxaca exigía democracia, al joven rebelde sepultado en el tiempo, pero al que los compromisos y la riqueza tal vez no han logrado asesinar del todo; quisiera hablarle al Justo Alvarez que escribía artículos incendiarios y pagaba con la cárcel su ambición de serlibre.
Don Justo. ¡De joven comete uno tantos errores!
Octavio. No. No fueron errores los de entonces, don Justo, sino los de hoy.
Don Justo. Sólo la perspectiva del tiempo le permite a uno juzgar cuándo se ha equivocado. Ya tendrá usted ocasión de arrepentirse de lo que hoy hace.
Octavio. Ojalá que no me arrepienta, ojalá que nunca deje de pensar como hoy. Pero si ocurriera, si como ha pasado con usted y con muchos, la red de las comodidades, del dinero, de los buenos negocios, llegara a maniaterme, estoy seguro de que otros me vendrán a reemplazar en la lucha, otros jóvenes que dentro de veinte, de treinta, de cincuenta años, empuñarán nuestras banderas, aunque sea en contra mía o en contra de los que hoy son revolucionarios y mañana sea traidores y claudiquen de lo que ahora proclaman.
Don Justo. ¡Serán tantos!
Octavio. No importa, por más que sean, no podrán ahogar la fe que tuvo usted, la que ahora tenemos su hijo y yo: la fe en que el mundo puede ser mejor y el hombre menos egoísta y desdichado. (Pequeña pausa.) ¿Recuerda usted su juventud, don Justo?
Don Justo. Sí, un tiempo lleno de sueños; pero de todos ellos ya desperté.
Octavio. Déjeme por un momento pensar que todavía puede soñar... y hasta compartir mis propios sueños. Déjeme hablarle por una vez como a un amigo, un compañero capaz de comprederme. Déjeme hablarle como si fuera usted su hijo, le resurrección de su juventud limpia y dura como un cristal. ¿Ne ki oernute>
Don Justo. Hable usted.
Octavio. Cuentan que cierta vez, Confucio caminaba con sus discípulos y en un claro del bosque encontró a una anciana que, sentada en una piedra, lloraba.
¿Por qué lloras? ¡la preguntó Confucio.
Porque tengo miedo respondió la anciana, Vive aquí un tigre feroz que ha matado ya a mi esposo, a mi padre y a mi hijo.
¿Y por qué no te alejas de este lugar tan peligroso? volvió a interrogar Confucio.
Y la mujer respondió:
Porque aquí hay un Gobierno que no oprime al pueblo.
Entronces confucio se volvió a sus discípulos y les dijo:
Recuerden que un Gobierno que oprime al pueblo es peor que un tigre feroz.
Don Justo. Y así combatieron ustedes a nuestro Gobierno; como a un tigre feroz.
Octavio. Salímos a luchar contra ese Gobierno que no nos permitía pensar y hablar libremente, que no reconocía a los ciudadanos el derecho de elegir a sus gobernantes; nosotros, los que íbamos desde la ciudad, seguíamos pensando que el problema era elegir un gobernador, o un diputado, o un alcalde.
Don Justo. Y no era así.
Octavio. No; de pronto comenzamos a descubrir que había otros problemas más graves, más profundos; que alrededor de nosotros había cientos, miles de hombres cuyo problema erala miseria, cuyo problema era morirse de habmre cultivando como esclavos una tierra ajena; miles de hombres cuyo problema era ser explotados de sol a sol en las fábricas, y ver morir en ellos a sus hijos, sin médicos ni medicinas; miles de hombres que no sabían leer ni escribir ni tenían más porvenir que agonizar sobre una patria vendida a los ricos y a los extranjeros. Fue entonces cuando la Revolución, nuestra Revolución, comenzó a ser no sólo ideas, sino carne y sufrimiento y esperanza; y comenzamos a pedir no sólo democracia, no sólo sufragio efectivo, no sólo libertad de pensamiento y de expresión, sino también la tierra para el que la trabaja, y jornadas humanas para el obrero, y salario mínimo, y escuelas, presas, hospitalses, caminos... Comenzamos a soñar con un México nuevo y distinto, donde nadie sea explotado, donde no haya unos cuantos que lo tengan todo, mientras millones de hombres no tienen nada, sino su miseria y su dolor. ¿Comprende usted ahora por qué no puedo permitir que usted atente contra nuestra Revolución? Le hablo al patriota de hace treinta años, al que en su corazón todavía albergaba ideales y sueños; ¡ayúdeme a defender el México de mañana! Renuncie usted a pelear contra nosotros. Acepte usted ir al extranjero y yo respondo de su vida.
Pausa. Hacia la mitad del parlamento anterior ha
entrado Carlos, que viene de la calle.
Don Justo. Lo siento, Octavio. No puedo traicionar a los míos.
Octavio. ¿Entonces?
Don Justo. El dilema es el mismo: entrégueme o ayúdeme a ir con ellos.
Octavio. ¿Qué hacemos, Carlos?
Carlos. La Revolución no necesita uqe los hijos entreguen a sus padres.
Octavio. ¿Quieres decir que...?
Carlos. Pagaremos nuestra deuda. Dale el salvoconducto.
Octavio. Muy bien. Voy a hacerlo.
Sale por primer término derecha.
Carlos. Pasé toda la noche pensando lo que debíamos hacer. Y he llegado a convencerme de que tu mundo ya murió. Tú y los tuyos no son ya un peligro para nosotros. La historia no da nunca un paso atrás. Ustedes ya no podrán derrotarnos nunca.
Don Justo. Hijo, eres lo que más he querido en el mundo. Hoy voy a alejarme de ti, de todos ustedes, tal vez para psiempre: puedo morir en la lucha. Y me voy llevándome clavado en el alma el dolor de saber que me odias.
Carlos. No, papá. No te odio. Nunca te he odiado.
Don Justo. ¿No?
Carlos. A veces juzgamos a las gentes, las condenamos y seguimos queriéndolas. ¿Entiendes tú eso?
Don Justo. Creo que sí.
Carlos. Yo te quise mucho, papá. En mi niñez fuiste para mí un ideal inalcanzable, un modelo, casi un dios. Soñaba en crecer y en imitarte. Pero después...
Don Justo. Después...
Carlos. Muchas veces me pregunto por qué llegamos a ser hombres, por qué no seguimo teniendo la fe irresponsable, la ignorancia y el amor ciego que da a los niños su estado de gracia...(Pausa.) Un día, en esta misma sala, descubrí la verdad, supe quién eras: la noche en que condenaste a muerte a la primera mujer que amé.
Don Justo. Diana.
Carlos. Por eso salí de esta casa y me fui a respirar a plenos pulmones el aire limpio y fresco del pueblo. (Pequeña pausa.) Hoy creí poder hallar en ti algo que todavía fuera digno de mi cariño. Cuando Octavio te hablaba con el corazón, de lo que para él y para mí es más valioso que nuestra propia vida, creí que tendrías un gesto noble, que una chispa de dignidad se iluminaría en ti para redimirte de tanto egoísmo. Pero no fue así.
Don Justo. Para eso hubiera sido necesario volver a ser el que fui hace treinta años, el muchacho rebelde que él evocaba; pero...
Carlos. Pero ¿qué?
Don Justo. El tiempo no pasa en balde. No sólo nos deja arrugas en la cara, sino también cicatrices en el alma. Ahora soy otro; y aunque al oírlo comprendiera que tal vez en su fe está la verdad, tengo que cerrar mis oídos y mi corazón a su llamado.
Carlos. Es casi seguro que no puedas llegar a Chiapas.
Don Justo. ¿Por qué?
Carlos. Te detendrán en el camino. Octavio no es un jefe militar y su salvoconducto resultará sospechoso. Investigarán. Y cuando se descubra todo, ¿qué será de él?
Don Justo. No sé; inventará algo para defenderse.
Carlos. No lo conoces; él es incapaz de una mentira. No podrá alegar nada en su defensa; y será fusilado.
Don Justo. No es posible.
Carlos. Le arrebatas la vida que hace dos años le salvaste. Pero hoy, al hacerlo, destruyes, además, el hogar de tu hija, y dejarás huérfano a tu nieto.
Don Justo. ¿Qué dices?
Carlos. Laura va a tener un hijo de Octavio.
Pequeña pausa angustiosa.
Don Justo. ¡Un hijo!
Carlos. ¡Vete al extranjero, papá! Esa es la solución. No sigas luchando contra nosotros.
Don Justo. ¿Y traicionar a los que confían en mí, desertar, no sería también un acto indigno? Es ya muy trade para cambiar mi vida.
Otra pausa. Después vuelve a hablar Carlos, con
suavidad, casi con termura.
Carlos. ¿Qué es la vida, papá? ¿Parfa qué sirve? Mamá dice que todo lo hiciste por nosotros, que renegaste de tu juventud y te convertiste en asesino por Laura, por mí, por nuestro hogar. Tal vez sea cierto; pero si ahora aceptas el salvoconducto que te está haciendo Octavio, vas a perdernos a nosotros también; Laura y su hijo quedarán sin amparo; yo... yo, papá, aunque me avergüenzo de ti, todavía te quiero... y creo que ya no podría, no padría...¿Ves, papá? Traicionaste los ideales de tu juventud; ahora vas a destrozar todo lo que en tu existencia habías logrado construir. ¿Tan importante es lo que defiendes? ¿Y acaso puede virirse así, a pesar de todo, sin esperanzas ya, sin afectos, sin nada más que el egoísmo y el vacío? Papá, te lo suplicp: déjame seguir queriéndote, haz que pueda volver a respetarte: ¡No aceptes el salvoconducto!
Don Justo piensa un momento; está acorralado;
pero reacciona y dice:
Don Justo. Los juegos están hechos. Ve a llamar a tu madre y a tus hermanos.
Carlos va hacia el fondo izquierda y en
la puerta dice:
Carlos. Adiós, papá. Me despido de mi padre. Lo miro por última vez. Cuando vuelva a este cuarto, encontraré a un extraño.
Al quedar solo, don Justo va a la mesita donde está
el teléfono; saca papel y lápiz de su bolsa y escribe
algo. Después toma el teléfono.
Don Justo. ¿Bueno? ¿Central? Con el Cuartel General, por favor. (Pausa.) ¿Bueno? ¿El Cuartel General? ¿Podría comunicarme con el capitán Aguirre? Muchas gracias. (Pequeña pausa.) ¿Habla el capitán Aguirre? Sería inútil decirle mi nombre. Se trata de una denuncia. El licenciado Justo Alvarez del Prado, enemigo del pueblo, estará dentro de diez minutos en la puerta de su antigua casa. Tengan ciudado con él. Está armado.
Cuelga, suspira, dobla el papel que escribió, mira
el cuarto con tristeza. Entran Clara, Laura, Carlos y Luisito.
Clara. ¿Nos mandaste llamar?
Don Justo. Sí, para despedirme.
Clara. ¿Siempre te vas?
Don Justo. Sí, en seguida.
Laura. ¿Te dio el salvoconducto?
Don Justo. Sí, ya lo tengo.
Clara. ¿Cuándo volverás?
Don Justo. No sé, no sé; tal vez nunca.
Laura. No digas eso.
Don Justo. Pero a donde vaya, recuérdenlo siempre, estaré con ustedes, pensando en ustedes. Clara: graciaspor todo el cariño que me has dado.
Clara. ¿Gracias? Si soy yo quien debe agradecerte tantos años de felicidad.
Don Justo. Laura: tú fuiste lo mejor, lo más puro de mi vida.
Laura. No hables así, papá; parece que... (Se interrumpe.)
Don Justo. Luis: aprende a ser un hombre fuerte y a no tener miedo de nadie.
Luisito. Sí, papá.
Don Justo. Tú no digas nada, Carlos. Cuando me haya ido, entregarás a Octavio este papel. Es todo. (Se encamina a la puerte del vestíbulo. Se detiene.) No me acompañen. Quiero llevarme esta última imagen de ustedes así, juntos, como los he tenido siempre en el corazón. Adiós. (Sale.)
Al salir Don Justo, el grupo familiar se disuelve:
Clara irá a la parte más alejada de la puerta del
vestíbulo, cerca de la cual quedard Carlos. En medio
de estos dos puntos extremos, Laura y Luisito.
Clara. ¡Dios mío! ¿Será posbile que no volvamos a verlo?
Larua. No, mamá; un díaestaremos juntos otra vez, ya lo verás.
Se oye afuera un disparo y de inmediato una descarga cerrada.
Clara. ¿Qué fue eso?
Una rápida mirada que cruzan la madre y la hija
establece e l presentimiento de la desgracia ocurrida.
Carlos sale corriendo por la puerta del vestíbulo.
Clara avanza hacia la misma puerta, pero la detiene Laura.
Laura. (Negándose a creer lo que ocurre.) No puede ser.
Entra Octavio, por la biblioteca
Octavio. ¿Oyeron?
Larua. Sí.
Octavio. ¿Y don Justo?
Laura. Acaba de salir.
Octavio. ¿Qué dices? ¿Sin su salvoconducto?
Laura. ¿No se lo diste?
Octavio. Aquí está. (Lo tiene en la mano.) Venía a entregárselo.
Al oír este breve y rápido diálogo, Clara vuelve a
dirigirse, más presurosa, hacia la puerta del vestíbulo,
pero la detiene la entrada de Carlos.
Carlos. Fue él. (Pequeña pausa. Todos quedan inmóviles.) Lo mataron.
Al escuchar la noticia, Clara sufre un golpe tan
fuerte, que hasta físicamente se resiente. Trata de
avanzar más aún hacia la salida, para ir a reunirse
con su esposo, pero ya su cuerpo no le obedece;
tiembla, se tambalea, debe apoyarse en un mueble.
Laura acude a sostenerla; Luisito se abraza de ella,
llorando. Los tres forman un grupo doloroso. Carlos
se acerca lentamenta a Octavio y le da la carta que
don Justo le confiara.
Carlos. Antes de salir, me dio esto para ti.
Octavio. (Toma la carta y lee.) "Octavio: Por fin he sentido latir en mí al joven patriota a quien usted supo resucitar. Muero para que su recuerdo viva en el corazón de los seres que amo. Si me equivoco, Dios me perdone éste y todos los errores que he cometido. Usted y Laura van a tener un hijo; él conocerá el país que ustedes sueñan o tendrá que volver a combatir por él. Permítanme pensar que yo también muero para que este México nuevo, fuerte y libre, pueda nacer."
Oyendo la lectura de esta carta, Clara se recupera poco a poco. Al final, es ya capaz de avanzar hasta Octavio y, con gest o conmovido, toma la carta, la aprieta fuertements contra su seno, y se encamina, lenta y solemne, hacia la puerta del vestíbulo, mientras va cerrándose lentamente el
TELON